LOS HECHOS.
Antes de entrar en los hechos quiero confesaros un par de cosas.
Creo que estoy lejos de ser misógino. Respeto la virilidad y la feminidad porque ambas son expresiones complementarias de la Vida, y amo la vida. Estoy plenamente convencido de que tanto las mujeres como los hombres tenemos una misma meta: desarrollar y alcanzar la plenitud ‘de’ y ‘en’ nosotros mismos, ya que es lo que nos convierte en algo parecido al verdadero ser humano. En este camino, las mujeres lo tenéis algo más difícil que los hombres porque vuestra naturaleza es más compleja y vuestras heridas, cuando las hay, son más profundas. Pero también lleváis la conexión con la vida dentro de vosotras y, por ello, soportáis mejor las crisis existenciales y emocionales.
Si la feminidad sigue el camino que hoy está tomando, alienando y rechazando lo masculino, corre el riesgo de perderse a sí misma porque hombre y mujer son dos caras de la misma moneda. Las mujeres que se disfrazan de hombres competitivos, rígidos y autoritarios, en la misma medida pierden su feminidad y su sabiduría natural, y, por lo que observo, la mayoría de las mujeres desconoce este aspecto fundamental de su propia naturaleza. Siento tristeza y algo de miedo por ello.
Alguna persona puede pensar: “No será para tanto. Está lleno de reuniones de mujeres, talleres de feminidad y foros estrictamente feministas”. Pues sí, en la actualidad abundan los “talleres para desarrollar las diosas de cada mujer”, los “cursos sobre el poder del útero”, los “seminarios de sabiduría femenina” y otras reuniones donde a menudo entra una mujer razonablemente sana y al poco ya empieza a dudar de si su padre, hacia el que sentía un saludable afecto, la violó de pequeña y ahora por su culpa las relaciones con los hombres no acaban de fluir como soñaba.
Por lo que percibo, estas mujeres piensan que desarrollarán su verdadera naturaleza femenina correteando desnudas por los bosques en busca de hadas y gnomos, hablando del útero, como si en el útero se encontrara el principio y el fin de todo, o bien amenazando a los hombres con un resentimiento tenaz (aquello de que “el mejor macho, es el macho castrado”). Nunca les he preguntado qué pensarían de mí si fuera por el mundo exaltando a grito pelado la ancestral sabiduría del falo, el dios que hay en mi escroto o el poder natural de las bolsas de mis testículos. Supongo que, con razón, se alejarían pensando que estoy chalado ¿Dónde está la diferencia? Pero así como antes hubieran llamado a los señores de la camisa de fuerza, hoy llamarían a la policía por agresión de género.
En realidad estas mujeres son incapaces de alzar sus corazones y entregarse a una calidad de vida superior, a una existencia que está más allá de lo que cada uno y cada una piensa desde su pequeño y muy limitado mundo. La verdadera feminidad es una energía creativa que se hace visible cada primavera, es una actitud maravillosa regida por la ternura, la consciencia, la receptividad y la compasión; no por la acritud, el falso victimismo y el desprecio hacia lo masculino.
Amo muchísimo a mi esposa Myriam y adoro a mi hija Adriana cuyo nacimiento cambió mi existencia. Es una pasada el amor que siento por ellas. Y doy gracias al cielo por tener bastantes amigas —y amigos— íntimas, mujeres maduras y sanas con quien me unen intereses humanos y afables complicidades. Dirijo varios colectivos y dos empresas donde las mujeres cobran exactamente lo mismo que los hombres —de acuerdo a su valía—, y ninguna de ellas se siente tratada por debajo de ellos, en ningún sentido.
Me produce un gozo y una ternura indescriptibles ver niños sanos con ese brillo en los ojos propio de su Ser espontaneo, vivo y limpio. Estos niños y niñas necesitan a su padre y a su madre por igual, y el actual matriarcado judicial paternofóbico es una forma de oficializar que se les mate el brillo de los ojos y se les convierta en niños sin límites, sin objetivos vitales, afectivamente desnutridos y de por vida inmaduros y pegados a la falda de mamá.
Aun necesito aclarar algo más y entro en el tema. Soy antropólogo de vocación y de profesión pero aquí voy usar el término ‘matriarcado’ en un sentido no técnico. En su estricta acepción, matriarcado indica un patrón cultural según el cual la filiación generacional pasa a través de la madre: apellidos, herencia, línea familiar y demás. En España, como en otras sociedades mediterráneas, no existe el matriarcado pero, lo que sí se observa y que se va generalizando, es un agresivo dominio femenino, especialmente en el área judicial y, por supuesto, familiar. En las últimas décadas, este dominio está dejando a los hombres sin voz y judicialmente indefensos ante los ataques de las mujeres, cada vez más frecuentes y en un elevado porcentaje injustificados.
En realidad, el matriarcado latente no es algo nuevo en la historia pero sí lo es el carácter pendenciero que está tomando. Me viene a la cabeza un aforismo tradicional catalán escuchado en boca de mis abuelas: Les coses importants es decideixen a la cuina (“Las cosas importantes se deciden en la cocina”). Elocuente ¿no? Los temas importantes se deciden en el territorio femenino por excelencia donde, tradicionalmente, los hombres no entraban. La cocina era un espacio en el que los hijos podían departir con la madre y tomar decisiones… que luego eran comunicadas al padre. Otro ejemplo, esta vez gallego. Hace años hice una investigación antropológica en Galicia y en cierta ocasión pregunté a un corpulento campesino de edad avanzada: “¿Quién toma las decisiones en su familia?”. Me miró y respondió con calma: “Verá… El cabeza de familia soy yo, sí. Pero mi esposa es el cuello”. La cabeza mira donde el cuello la enfoca. También todo dicho.
Ahora sí, voy al grano. Nos trasladamos al mes de julio de 2008. Es presidente del gobierno español el socialista Rodríguez Zapatero —quien en su constante negar la realidad, hasta el último día de su presidencia negó la demoledora crisis que estamos sufriendo. Por aquel entonces, el gobierno inició una campaña contra los hombres queriéndola vender como “contra la violencia de género”, promovida por el llamado Ministerio de la Igualdad —en realidad, un lobby de resentidas y resentidos contra todo lo que oliera a viril que tomaron el poder amparados por aquel débil presidente.
Pensé, “bueno… otra campaña estatal que vamos a pagar”, pero recuerdo que cierto día, al entrar en el aeropuerto de Bilbao, me topé con una enorme fotografía color sepia que me dejó aturdido. Era la cara pérfida de un joven sobre la cual figuraba el lema: ‘Cuando maltratas a una mujer, dejas de ser un hombre’. Lo primero que me vino a la mente fue: “¡¿Cómo?! ¡Me están acusando de maltratar a las mujeres! ¡Me están insultando como hombre, y encima están financiando esta turbia campaña anti-masculinidad con mis impuestos!”. Me costó un buen rato encajarlo. Me relajé, lo leí varias veces para estar seguro de comprenderlo. Leí los otros dos anuncios con fotos distintas pero con el mismo mensaje de la campaña. No decía: “SI maltratas a una mujer…”, algo comprensible. No. El texto era explícito: “CUANDO maltratas a una mujer…”, dando por sentado que todos los hombres os maltratamos, mujeres. Otro de los carteles, más sucio aun, decía: “Mamá, hazlo por nosotros, actúa”, incitando a que los niños vean en papá un terrible enemigo ante cualquier discusión que tenga con mamá. Dios me guarde.
Voy a poner alguna cifra a este maltrato: el año pasado unos 30 hombres murieron a manos de sus mujeres —frente a 54 mujeres a manos de sus parejas—, pero no busquéis estos datos en los organismos oficiales porque no os informarán. Nadie habla de esto, es un tema tabú. En cambio, cada mujer que es maltratada por un hombre ocupa páginas y páginas de prensa, y se convierte en noticia del día. El gobierno español, en 2015 invirtió 25 millones de euros para combatir lo que denomina genéricamente “violencia de género”, pero no es cierto ya que las agresiones y asesinatos de hombres por sus mujeres ni aparecen, y si un hombre pretende poner una denuncia por esto, es probable que el policía que lo atienda no le haga demasiado caso o incluso se burle de su “debilidad” o dejarse agredir por una mujer. No es necesario aclarar que no defiendo en ningún sentido ni bajo ninguna circunstancia la agresión de un hombre contra una mujer, y tampoco viceversa: condeno todo tipo de agresividad de género y de racismo. E incluyo en ello la violencia física, la violencia emocional y la filial. Mi único y honesto interés es exponeros una situación grave, realmente muy grave, que estamos viviendo y que genera más violencia social y más injusticia de las que pretende combatir.
Tampoco se hizo público, por ejemplo, que un alto porcentaje de los 3.716 hombres que se suicidaron en 2006 —frente a 2.653 mujeres—, es decir, antes de comenzar la devastadora crisis económica que ha empujado al suicidio a muchos más varones, fueron miles de hombres que acabaron con su vida como consecuencia del tremendo trastorno emocional causado por las discriminatorias leyes españolas y su aplicación sexista. Por otro lado, miles de hombres son encarcelados cada año a raíz de la mera denuncia de una mujer, es lo que se denomina Derecho de autor: “se te condena por ser hombre, no por los hechos cometidos”. Y si se demuestra que ella ha denunciado falsamente, no le pasa nada.
Aquel gobierno socialista y su Ministerio de la (anti)Igualdad cayó. El pueblo dio el poder al PP, sobre el que prefiero no comentar nada en referencia a este punto porque ha ido a peor, y ahora de nuevo el PSOE trata de hacerse con el poder. Esta vez me he molestado en mirar un poco debajo de las faldas de lo que prometen: leo la letra pequeña y descubro que es aun más perverso.
Resulta que las denuncias falsas por violencia de género se están usando de forma masiva por parte de muchas madres para impedir a los padres la custodia compartida de sus hijos, para expulsar al padre de la vivienda familiar tras la separación, para quitar todo el dinero que pueden a los padres de sus hijos, o directamente para todo esto y, además, alejarlos de la progenie. Es algo rastrero, inmoral, enfermizo e ilegal… y abonado por muchas Magistradas. Luego os hablo de mi experiencia personal.
Denunciar con falsedad, a sabiendas de que no existen motivos reales y por puro interés personal, es un delito que está tipificado por la Ley, pero no está siendo perseguido por una buena parte de las Magistradas de familia o Juzgados de Primera Instancia, mayoritariamente ocupados por juezas y fiscalas jóvenes (más dos juezas mujeres por cada juez hombre). Además, se está ejerciendo el poder contra los hombres a través de la mala fe procesal, mal usando una ley que nació para proteger a las verdaderas víctimas, que son las que normalmente permanecen en silencio.
Repito, se sabe que muchas mujeres actúan así para apropiarse de los hijos, numerosas Magistradas lo saben, lo aceptan y sentencian a favor de las madres. Se trata de un proceder injusto y de una tendenciosidad y connivencia con las madres que es escandaloso. Es una práctica que se da en toda España y mucho más generalizada de lo que se supone y se comenta. En mi caso, he tenido que vérmelas con siete u ocho magistrados de familia —no recuerdo con precisión—, y solo uno era hombre. Las fiscalas que me han tocado eran mujeres en todos los casos. Poco a poco he ido conociendo numerosas sentencias a mi alrededor en las que una jueza favorece injustamente a la madre en contra del padre, incluso ignorando cínicamente pruebas de conductas maternas delictivas.
El injusto y tendencioso matriarcado hispano no se muestra abiertamente pero actúa, y se cuida de que no se hable de ello. Sabedlo: de este proceder judicial todos salimos mal parados. Todos y todas. Los abogados que me defienden y defienden a mi hija, de la que hablaré más adelante, porque se hallan ante una práctica profesional que raya la inutilidad (¿para qué tantos escritos de letrados, denunciando situaciones y derechos paternos pisados por la madre, si luego las juezas sentencian lo que les da la gana, con criterios personales subjetivos y no según las leyes?). La sociedad pierde porque ha perdido, con razón, la confianza en la llamada “Justicia”, dejando a los padres en estado de indefensión judicial. Pierden los jueces que se esfuerzan por ser razonables, eficaces y ecuánimes en sus sentencias, que los hay. Y en especial salen perdiendo nuestros hijos e hijas y los padres, que se ven privados de una situación de amorosa normalidad, y hasta pierden las muchas mujeres y madres respetuosas que cuidan la relación paternofilial sin usar a los menores como arma arrojadiza para descargar su resentimiento contra todo lo que suene a viril y que no tratan de sacar suciamente todo el dinero que pueden de los padres aprovechando la coyuntura.
Ahondando en esta injusticia silenciada y enfermiza, el PSOE anuncia en su programa electoral que (copio literalmente): “El llamado Síndrome de Alienación Parental (SAP) será inadmisible como acusación de una parte contra la otra en los procesos de violencia de género, separación, divorcio o atribución de custodias de menores.”
¿Qué implica esta declaración de principios? Ni más ni menos que este partido es ignorante y está haciendo apología del matriarcado más castrante y de un delito contra la salud pública. Aunque parezca mentira, y en contra de lo que práctica clínica observa, la alienación parental no aparece en el famoso DSM (V), aunque debería estarlo. El DSM es un inventario tétrico de presuntas enfermedades mentales al que se acogen los malos psiquiatras y psicólogos para diagnosticar “según el protocolo”. Por tanto, el PSOE no puede considerar inadmisible el SAP, porque es algo que ya no es oficial pero que lo reconoce el mero sentido común, los profesionales de verdad de la salud mental y cualquier observación ecuánime. No es ninguna exageración. Son muy habituales las interferencias maternas en forma de manipulación emocional y hasta de apropiación física de los menores —con frecuencia, las madres enfrentadas a los padres hablan de ‘mis hijos’ no de ‘nuestros hijos’, y actúan ignorando la existencia paterna—; es frecuente que padres e hijos sufran de incomunicación porque la madre interfiere o impide las conversaciones entre ambos, y numerosas acciones castrantes más que provocan importantes daños y desajustes emocionales y cognitivos en los niños, menores que un día serán adultos neuróticos e inmaduros. Es cierto, también hay padres que actúan así, pero son muchos menos que las madres y, sobre todo, menos reincidentes.
Así pues, el PSOE no sólo incumple casi todo lo que promete —en esto iguala al PP, Ciudadanos y al resto de corruptos partidos de derechas— sino que se trata de un partido que hace apología del maltrato infantil, queriendo impedir que los padres puedan denunciar la alineación parental ante los tribunales, para evitar que muchas madres —por supuesto no son todas, pero no son pocas— traten a los hijos como objetos de su propiedad, los enfrenten gratuitamente contra el padre, e incluso lleguen a maltratarlos sin que el padre pueda buscar el amparo judicial para proteger a los hijos. ¿Os acordáis del Ministerio de la (anti)Igualdad? Parece que sus tentáculos actúan de nuevo.
La propuesta de los socialistas es un peligro para toda la sociedad, no solo para los padres. Consiste en consolidar un matriarcado virilifóbico y castrante que está ganando terreno, y en favorecer que sentencias guiadas por el resentimiento se cronifiquen. Es desastroso para todos aquellos padres que, por imposición legal y contra natura, se ven privados por la madre y por las juezas de turno de poder mantener una convivencia y una relación normal y relajada con sus hijos. Repito, toda la sociedad pierde, vosotros y yo.
No quiero ir más allá en esta llamada de atención sobre la campaña de este partido modelo de mojigatería, el PSOE, que pretende pasar por izquierda moderada. No obstante, podría continuar añadiendo que probablemente esta propuesta de Ley forme parte de la corrupción económica y moral más grave de la democracia española, la llamada Industria del maltrato que genera un movimiento anual de 24.000 millones de euros. No exagero, os lo aseguro, se trata de una grave situación psicológica y antropológica.
Como ha demostrado la psicología, cuando el padre es una figura ausente en la socialización de los hijos, éstos no desarrollan de forma madura sus objetivos en la vida: sus cuerpos crecen pero andan existencialmente perdidos y suelen tener serias dificultades, a menudo para el resto de su vida, para tomar decisiones, para saber lo que quieren, y para poner y ponerse límites. Por otro lado, la psicología sistémica a través de la relevante figura de B. Hellinger, ha desvelado que cuando la madre impide a las hijas la libre relación con el padre, cuando la madre obstruye este contacto necesario para el sano desarrollo de la prole, no anda muy lejos el trastorno de la anorexia y las drogadicciones. Tanto B. Hellinger como la actual bioneuroemoción sitúan el origen de la anorexia —casi una epidemia entre las jóvenes generaciones— en un proceso inconsciente en el que, por así decir, la hija dice a la madre: “ya que no me dejas llegar a papá, ahí te quedas con todo, hasta con la comida. No quiero nada de ti”, y no puede evitar el vómito compulsivo o conscientemente provocado hacia una madre que no le deja vivir su vida sin estar presente en todo momento y lugar. Ya nadie discute la coincidencia existente entre la ausencia de figura paterna y los comportamientos compulsivos, como las drogadicciones.
Por su lado, y no es barrer para casa, la antropología ha puesto de relieve que a partir de la pubertad y en caso de vivir los progenitores separados, lo más saludable es que los descendientes convivan con el padre. La cultura que deben asumir los hijos para guiar sus vidas con fuerza ha de ser la paterna, de ahí que en numerosos pueblos donde los progenitores viven separados, a los 8 ó 9 años, los hijos dejan el dulce espacio materno y femenino, donde han vivido hasta el momento, para ir a residir en el espacio paterno masculino para acabar de formarse y entrar con fuerza y decisión en el mundo adulto. Obviamente, cada modelo cultural es distinto pero nunca está de más observar cómo se organiza el vecino —en especial si le va bien— para tomar nota.
MI EXPERIENCIA PERSONAL Y REAL.
No milito en ningún movimiento social ni pretendo organizar ninguno, no estoy afiliado a ningún partido político, trabajo como científico del alma humana desde hace décadas, he sido profesor en varias universidades y éste, el actual matriarcado judicial, es un tema hacia el que siento una especial sensibilidad por sufrir desde hace años la dolorosa injusticia de los Tribunales de Justicia cada vez que he tratado de defender mi figura de padre de mi hija Adriana, y de defenderla a ella de su propia madre que probablemente sufre un trastorno límite de personalidad.
La madre de mi hija no la quería escolarizar —“soy la única persona que puede educar a mi hija superdotada”, decía—, pero Adriana pasaba los días, los meses y los años frente al televisor, en casa de los abuelos maternos, sufriendo soledad y retraso cognitivo porque la madre no se ocupaba de ella, hasta que, tras varios avisos, le puse la primera demanda. Por eso y por actuar como si nuestra hija fuera de su exclusiva propiedad, decidiendo cuándo y dónde nos podíamos ver y cuándo no.
Adriana nació en Barcelona y a los seis meses la madre se la llevó a Bilbao donde reside su familia de origen. Hasta los 7 años me impidió verla con calma y razonable regularidad, a pesar de correr yo con todos los gastos y de que nunca dejé que transcurriera un mes sin estar en una o más ocasiones con mi hija. Cada visita me resultaba agotadora porque vivimos en extremos del país y porque, desde mi llegada al espacio materno, cada vez era un calvario de insultos y humillaciones. Tenía que hacer los viajes repitiéndome centenares de veces este salmo: “Voy a Bilbao a sumar horas de buena onda con Adriana. Debo centrarme en estar bien con ella y nada más. No voy a permitir que me atrapen las provocaciones de Isabel <la madre>. Voy a sumar horas de alegría, de amor y calma con Adriana y sólo a eso…”. Cuando sentí que era el momento, a los 7 años de Adriana, me puse firme para ejercer mis derechos de padre para mi bien y en beneficio de la menor —los deberes los cumplía y los cumplo de sobra. ¿Qué pasó? En lugar de actuar con normalidad y pensando en nuestra hija, la buena mujer la secuestró y desapareció, aumentando el sufrimiento de la menor.
Ya desde los 3 años, la madre le había hecho creer que tenía diversas enfermedades y que si no le hacía caso en todo a ella y sólo a ella, pobrecita niña, podía morir. Adriana vivía aterrorizada incapaz de aceptar comida de nadie, ni de mí, por si eso la mataba. Hasta los 11 años, los que tiene ahora, la madre la ha obligado a dormir en su cama para calmar sus insatisfechas necesidades afectivas, hasta que la he demandado también por esto sin que me hicieran el menor caso real en los juzgados.
Esto es un muy breve resumen de lo acaecido, como mínimo, con el beneplácito judicial de las Magistradas de Balmaseda (País Vasco) y de algunas de Arenys de Mar (Cataluña). No ha servido de nada interponer numerosas demandas a la madre con pruebas firmes en cada una, creo que unas 20 demandas, y de que la menor llorara cada vez que pasaba unos días conmigo y tenía que regresar donde su madre. No me han dado la razón en casi ninguna sentencia.
Más adelante os cuento otros hechos, ahora siento que me toca aclararlo. Lo estoy narrando sin acritud. He sufrido estas injusticias y las sigo sufriendo en mi propia piel, a pesar de las quejas presentadas por mis abogados por la constante injusticia de las Magistradas. Primero presento las quejas ante las propias juezas cuya reacción jamás es “aceptar sus errores” –ignoro si hay corrupción monetaria detrás, amiguismo con los abogados de la madre, que es otro tipo de corrupción, o directa paternofobia, pero por la razón que sea parece que hay una clara connivencia entre estas mujeres. Dada la repetida indefensión judicial en la que estoy como padre, me he quejado ante la llamada Comisión Disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial, y hasta ante el Ministerio de Justicia. De momento, sin resultado. No pierdo la esperanza de que la Justicia algún día haga honor a su nombre y sentencie con ecuanimidad.
Repito, a pesar de las reiteradas y probadas conductas delictivas de la madre en muy contadas ocasiones ha sido condenada, y cuando lo ha sido la sentencia ha resultado tan ligera que no he podido más que llorar por el cinismo y desamparo judicial que sufro, yo y tantos otros padres.
Al principio pensé que el mío era un caso excepcionalmente desgraciado y de mala suerte con las Magistradas que me han ido tocando en cada juicio, pero no. Con los años he descubierto que somos muchos, muchísimos los padres en esta situación de desgarradora injusticia a la que va siendo hora de poner, como mínimo, en evidencia. Hay que hablar de esto, por eso estoy escribiendo este texto.
Incluso tras la declaración que hizo la madre de mi hija Adriana ante una cierta Magistrada de Arenys de Mar, —aquella vez la demandé por haber entrado en mi hogar forzando el espacio doméstico ante numerosos testigos, cuando la hija estaba conmigo— la jueza sentenció: “tal vez se excedió un poco, pero fue en su afán para proteger a la menor”. Madre absuelta. ¿Protegerla? ¿De quién? ¿De su padre, que la atiende con esmero, respeto y cuidado? Si hubiera sido al revés, es casi, casi seguro que estaría encarcelado desde entonces por allanamiento de morada a una pobre mujer desvalida.
En cambio, la misma magistrada y la misma fiscala del mismo juzgado de Arenys de Mar me condenaron a raíz de la demanda de la madre, acusándome —sin la menor prueba— de haber impedido la comunicación con nuestra hija durante 27 días que estuvimos de viaje en Ecuador. Durante el juicio y en mi defensa, mostré el teléfono móvil que había comprado en Ecuador, de un modelo inexistente en España, y las facturas donde figuraban las llamadas que Adriana hizo a su madre —pagando yo—, amén de las llamadas recibidas. La respuesta de la jueza, expresada con sumo desprecio y casi sin escucharme: “¿Ud. cree que voy a perder el tiempo averiguando si el teléfono y las facturas son verdaderas?”. Prueba no aceptada, condenado. Esto no es ejercer el ministerio judicial con sensatez, profesionalidad ni ecuanimidad, y lo digo con palabras calmadas y educadas para no reproducir lo que pensé entonces y ahora.
No voy a defender a los padres que no asumen su responsabilidad parental, pero puedo entender que muchos de ellos acaben por desentenderse de los hijos al encontrarse ante un muro materno impenetrable, a menudo violento y vergonzante cada vez que se esfuerzan por acercarse a ellos. Es comprensible que muchos de estos padres, tras verse ninguneados, humillados por la madre ante los propios hijos, alejados del proceso educativo de los menores y desoídos por las juezas cuando buscan amparo legal, acaben tirando la toalla ante el mega abuso matriarcal y opten por limitarse a abonar la cantidad que mensualmente se les ha ordenado para la manutención de los menores —con frecuencia, cantidades abusivas— y quieran alejarse de una guerra perdida y dolorosa para ellos. Ningún hombre sano se aleja de sus hijos ni los abandona sin un coste emocional desgarrador, os lo puedo asegurar.
En mi caso, tras cuatro años de presentar pruebas y más pruebas del daño que causa la madre de Adriana a nuestra hija y a mí, pruebas de que bloquea el teléfono móvil que compré para que no suene cuando la llamo, de grabar nuestras conversaciones, de decidir unilateralmente sobre su salud y de afiliarla a una religión ignorando mi figura y derechos paternos… finalmente ha sido condenada a perder la patria potestad por un año y tres meses.
Pero, atención, no la han condenado por el daño y enajenamiento provocados a la menor, ni por la campaña pública en base a falsedades y ultrajes que organizó en connivencia con su sucio abogado y con un detective corrupto que firmó un informe que demostré falso, acusándome de lo peor que se puede acusar a un hombre para tratar de desprestigiarlo. No. Han condenado a la madre por desobedecer a la autoridad judicial.
A raíz del riesgo de maltrato materno y por el retraso cognitivo y evolutivo que sufría nuestra hija, un juez —el único juez hombre que me ha tocado— me otorgó la custodia de Adriana. Era finales de 2011 y nuestra hija tenía 7 años. Ante esta sentencia, la madre desapareció llevándose a la niña mientras su abogado apelaba la sentencia y jugaba a tergiversar la ley —apelación que ganó a pesar de las numerosas evidencias del peligro materno. Adriana fue dada en custodia a una madre castrante y, repito, probablemente enferma. Resulta que el juez que me otorgó la custodia tuvo que ordenar varias veces que la menor me fuera entregada. Ante la desobediencia y desaparición de la madre con la hija, con el apoyo de su abogado que incluso se atrevió a declarar falsedades en la revista Interviu en mi contra —un hombre realmente asqueroso— el Magistrado ordenó a la policía nacional e internacional que las buscaran.
Tardaron casi un mes en localizarlas y la madre organizó un espectáculo sórdido y violento a través de las Redes sociales, para entregarme a Adriana en medio de un despliegue policial… ¡que filmó! Tanta crueldad materna resulta insólita y enfermiza. ¿Qué puede esperar que piense y sienta Adriana cuando llegue a la adolescencia si ve esta película en la que la familia de la madre me insulta a gritos sin estar yo presente, la tía la retiene físicamente para forzar a la respetuosa policía familiar a tirar de ella, y todo esto en medio de un grupito de vecinos y amigos aborregados gritando como locos en mi contra y procurando quedar bien delante de la cámara? Resulta que las únicas personas sensatas que aparecen en esta funesta filmación es Adriana que, en cierto momento, gritó: “¡Dejadme en paz!”, se soltó de la tía materna y caminó hacia la mujer policía que la acogió con serenidad para acompañarla fuera del hogar materno, hasta donde la estaba yo esperando. Es por eso que han condenado a la madre, por desobedecer al juez, no por el daño causado a la menor y, menos aun a mí. ¿Ahí acabó? No. Tras cuatro años de juicios y de una inacabable cadena de actos maternos delictivos contra la figura paterna, y más apelaciones y más sentencias injustas de juezas y fiscalas, y tras ser condenada por la Audiencia Provincial de Bizkaia de forma inapelable, la madre ha pedido un indulto al Rey. Sí, ¡eso aún existe en España, el indulto! Insólito ¿verdad? Pues hay más: Isabel lo ha pedido con el apoyo de la misma jueza de Barakaldo que originalmente la condenó e inhabilitó para el ejercicio de la patria potestad. ¿No os parece que todo esto huele muy extraño y extremadamente insultante y enfermizo para conmigo y para con todos los padres, a parte de injusto?
El indulto es algo medieval, de cuando las sentencias se dictaban por inspiración divina, no por profesional y reflexionada aplicación de las leyes humanas. Pues resulta que en España existe este recurso que se pasa por donde no quiero mencionar la legalidad vigente y la acción de jueces, fiscales, abogados y policías. ¿Quién pide indultos? Los indeseables políticos corruptos —que son quienes mantienen este recurso para aplicárselo ellos mismos— y parece que las madres condenadas, cuando no las libra ni el matriarcado imperante ni la virilifobia tan activa en muchos juzgados. Ahora estoy esperando que su Majestad el Rey otorgue —o no conceda, como sería de verdadera justicia— el indulto a una madre repetidas veces demandada con pruebas por maltrato infantil. ¿Lo hará? Espero que el Rey y el Ministro de Justicia nieguen el indulto por respeto a las Leyes, a los principios naturales de ecuanimidad, a todos los padres y por el bien de Adriana.
Algunas mujeres manipulan los hijos en contra del padre y los mantienen en un estado de permanente inmadurez emocional y psicológica, así los pueden seguir controlando hasta su muerte. Crear sentimientos de culpabilidad en los hijos para mantenerlos atrapados es una actitud más que conocida desde que el ser humano es tal. Al final, los que más sufren son los hijos y las siguientes generaciones que arrastran esta cadena invisible pero cruel.
Padres y madres sensatos: desde aquí os invito a no votar ningún partido que favorezca el actual matriarcado judicial, a ningún partido que no tenga en cuenta el futuro de nuestros hijos con ecuanimidad, que dé pie a que los padres separados sean sacrificados por madres que juegan al perverso victimismo con falsas demandas aceptadas por las juezas. La evolución pasa por la unión amorosa y por el reconocimiento, no por la agria pelea entre sexos y por el resentimiento institucionalizado.
La virilidad es un valor humano imprescindible y eterno que se ha quedado sin modelos y hoy sufre de mala prensa, sólo hay que observar a nuestros líderes políticos y sociales para darse cuenta de su obvia falta de masculinidad. La hombría no tiene nada que ver con el machismo, al contrario: agredir a una mujer es indicativo de falta de virilidad, y los hombres que la defendemos —al igual que defendemos la feminidad— sufrimos con dolor esta época histórica enferma en que se confunde la masculinidad con el machismo, en la que se nos condena por tratar de construir una forma actual de saludable hombría, algo que, repito, es imprescindible para reordenar el mundo.
Y esto sucede porque la mayoría de las personas viven simplemente adorando esos dioses particulares que son el dinero y el sexo. El amor, la confianza y el honor, los pilares de la civilización, han desaparecido. Tres cosas importantes que se han envanecido y cegado, y el amor se ha degradado a “solo sexo” o a sentimentalismo. El amor es reconocimiento de la verdad, reconocimiento de la integridad de la otra persona, del otro sexo… es lo que hace a ambos iluminarse cuando reconocen esta cualidad en el otro o en la otra. Esto es el amor: un reconocimiento de la singularidad.
La actual situación de indefensión jurídica de los padres frente a las madres no sólo no va a acabar con la guerra entre sexos, sino que la está avivando. Más de una vez he oído en boca de hombres: “el enemigo es perverso y poderoso” en referencia a las mujeres. Y he oído a mujeres, tras un divorcio, aconsejar a su amiga: “Denúncialo, da igual que no sea cierto. Sácale todo el dinero que puedas”, refiriéndose al hombre. ¿Cómo se puede amar al otro o a la otra si esto es lo que estáis pensando? En palabras de C.G. Jung: “Las mujeres son una fuerza mágica. Se envuelven en una tensión emocional más fuerte que la racionalidad de los hombres. Ser una mujer es algo muy fuerte, es algo mágico, por eso tengo temor a las mujeres.”
Es una guerra que las Leyes y muchas juezas están incentivando en lugar de aportar serenidad y justicia. Es necesario advertir y tomar consciencia del daño que está haciendo esta perversión espiritual y psicológica en las mujeres y en los hombres, y de las diferentes formas que está tomando. Os invito a aportar vuestro grano de arena para sanar nuestra sociedad, y os pido vuestro apoyo para mi causa que es la de muchos padres.