Josep Mª Fericgla
Dr. en Antropología Social y Cultural
Campus Can Benet Vives
Fundació J.Mª Fericgla
I.
En Occidente estamos viviendo un oscuro y desquiciado crepúsculo histórico, similar a la agónica muerte del imperio romano tan bien descrita por Adrian Goldsworthy en su obra La caída del imperio romano: el ocaso de Occidente, y crepúsculo también similar al final de otros imperios del pasado —Turco-otomano, Inca, diversas dinastías chinas…—.
La historia nos pone delante una serie de lecciones a las que deberíamos prestar atención, empezando por aceptar que el foco de lo venidero y el protagonismo mundial ya no están en Occidente, por mucho que lo vociferemos. El timón global, tanto cultural como económico, se ha trasladado a Oriente, camina dirección levante. Como se suele resumir, el siglo XIX fue el siglo europeo (Commonwealth, colonias africanas y asiáticas), el siglo XX fue americano (EEUU se impuso al mundo) y el siglo XXI es oriental (China, India, Pakistán, Japón, Coreas).
A menudo, ante los gigantescos y ruinosos restos de imperios pasados —por ejemplo, ante las pirámides de Egipto o de México o ante la inmensa muralla china, de la que se dice que es la única obra humana visible desde el espacio, sin ser cierto— me pregunto ¿cómo sucedió que tales imperios, levantados por gente sabia y disciplinada, rodaron por tal estado de decadencia hasta su desaparición? La respuesta no la sé —o sería larga de inferir—, pero la historia nos enseña que hay ciertos patrones que aparecen al final de todo imperio y que se repiten, situaciones que hoy podemos observar dentro de nuestros hogares, en nuestras calles, en las noticias que aparecen en las Redes y en claras actitudes generalizadas que hablan del ocaso de Occidente.
Para mencionar algunos de los factores que aparecen en el crepúsculo de las civilizaciones podemos afirmar, por ejemplo, que se repiten los decadentes extravíos que genera el bienestar y la abundancia. Básicamente, se extiende el hecho de repetir gestos y patrones que carecen de sentido —léase la absurda burocracia— y eso es justo la esencia de la decadencia, repetir patrones sin sentido. A ello, se suma la desaparición del compromiso con los valores elevados, la pérdida de confianza en las instituciones públicas y, especialmente, el hecho de colocar la comodidad y la seguridad como valores supremos. Aunque pueda parecer un hecho tan cotidiano que no merece la menor mención, la búsqueda apremiante de la comodidad es un anhelo históricamente reciente que no se registraba desde el final del imperio romano. No antes, ni entre los pueblos indígenas, ni durante la posterior Edad Media europea.
II.
También es indicio del ocaso la minusvaloración o la total desaparición de la disciplina espiritual y de los ritos y sacrificios que aportan un orden cósmico comunitario e individual, así como el desvanecimiento de la religiosidad, todo ello en favor del egoísmo, de anteponer el «yo» al «nosotros» y de la falta de contención y de límites claros. Una consecuencia inmediata de todo ello es la caída de la natalidad. La gente acomodada del imperio romano, los patricios, ya no querían tener hijos, justo lo que ocurre hoy en Occidente, en especial entre las clases medias y acomodadas. En épocas de decadencia de los imperios, la gente busca el placer, los entretenimientos rápidos y fáciles y, repito, la comodidad, y cuidar hijos es cansado, molestan.
Por otro lado, históricamente se constata que cuando, a raíz de la caída de la natalidad, hacen falta extranjeros para desempeñar los trabajos pesados de una sociedad, todo se viene abajo. Sucedió en la decadencia del imperio romano y sucede hoy. En épocas de final de Era como la actual, resulta paradójico que se tema y se desdeñe a los extranjeros necesarios para realizar los trabajos pesados —hoy “inmigrantes” o “refugiados”— de los que depende el buen funcionamiento de la sociedad. Lo vimos en la caída del Imperio Romano y lo estamos viendo hoy —probablemente, de ahí nace el interés de tantos cineastas actuales en producir películas sobre el mundo romano—. Lo que estamos observando en Occidente es, a la vez y a pequeña escala, lo que sucede en numerosas familias: la generación de los abuelos disciplinados y laboriosos hace fortuna, los padres más o menos la mantienen, y los hijos y nietos —la mayoría hijos o hijas únicos— la dilapidan.
En Occidente hay un claro retroceso del hecho religioso. Dicho de otro modo, de la disciplina espiritual, otro factor que aparece en la postrimería de toda civilización. Se trata de algo mucho más importante de lo que pueda parecer hoy ya que el intenso anhelo de contacto con lo trascendente es lo que cuestiona una sociedad, le da dirección y otorga un sentido permanente a la vida. En el ocaso de las civilizaciones, la gente no sabe para qué vive, pierde el sentido de la trascendencia, vacío existencial que ha sido y hoy es tapado por el compulsivo patrón consumista. Todo, absolutamente todo, en Occidente es susceptible de ser convertido en espectáculo y comprado o vendido, cosmovisión que ataca de frente la experiencia trascendente.
Al final del antiguo imperio romano, los valores fundacionales que encarnaban y defendían los ciudadanos que estaban orgullosos de su sociedad, se fueron perdiendo, los hijos ya no los encarnaban y hasta se burlaban de ellos. Así pues, repito, una de las expresiones de la decadencia del imperio romano fue la caída demográfica, la falta de contención en la vida cotidiana y la disolución de valores elevados constructivos, algo que alcanza índices alarmantes en el mundo occidental del primer cuarto del siglo XXI. La gente se ha hecho tan vaga que no quiere tener hijos, y la sociedad, con la absurda y estéril burocracia que decide sobre el mundo, más la desconfianza en las leyes e instituciones públicas, no ayuda a paliarlo.
Las políticas que pretenden recuperar la grandeza de Occidente son humo que ni los propios políticos creen. Hemos avanzado mucho en tecnología, pero en filosofía, en espiritualidad y en humanismo hemos retrocedido peligrosamente. Al igual que en el año 52 a.C., cuando Julio César remató la conquista de la Galia buscando el poder, acaparando el control de Roma y haciéndose nombrar dictador vitalicio —jefe supremo del ejército, sumo sacerdote y tribuno vitalicio— está sucediendo hoy con numerosos políticos, empezando por el esperpéntico D. Trump, epítome del ocaso de Occidente, individuos autoritarios que nunca muestran su valía para desempeñar puestos de autoridad social. Cualquier estúpido analfabeto con suficiente jactancia y falta de integridad puede apuntarse a la lista de militantes de un partido político y acabar en el Congreso de su país. Para ser barrendero exigen tener el graduado escolar, pero para ser diputado o congresista a nadie se le pide nada, olvidando que el mérito es importante: uno debe merecer el puesto que ocupa.
Elon Musk, antes del previsible choque de egos desmesurados con Donald Trump, dijo que el mundo «necesita un líder como Sila» en referencia a Trump. Sila fue un dictador sanguinario del siglo I a.C., el primero en mandar al ejército romano para expugnar la propia ciudad de Roma con una represión brutal, y que luego gobernó en favor de la clase privilegiada romana y de sí mismo. Realmente, aunque la comparación ofrece la imagen de un Trump violento y autoritario, queda bonito el hecho de compararse con personajes lejanos que la gente suele desconocer y de los que tiene una imagen difusa, si es que tiene alguna. Cada vez hay más políticos que reivindican ciertos personajes destructivos como Hitler, Stalin, Mao, Mussolini o Franco y comparar a Trump con Sila o con cualquiera de ellos no le deja en buen lugar —si bien, el emperador romano fue alabado por sus dotes políticas al darse cuenta de que un imperio ya no podía gobernarse como un pequeño municipio rural y sentó las bases de lo que vino más tarde.
III.
Finalmente, otro factor que en el ocaso de los imperios se suma a los anteriores —desconfianza en las instituciones públicas, bajísima natalidad, falta de disciplina espiritual y desprecio por los extranjeros que hacen las tareas duras— se refiere a la falta de respeto por la figura y función paterna. Este hecho, ha sido expuesto por el psicólogo junguiano Luigi Zoja en su argumentada obra El gesto de Héctor (2018), libro en el que analiza magistralmente la prehistoria, la historia y la actualidad de la figura del padre —cuya lectura me permito recomendar—. Así mismo, la caída del respeto por la figura paterna también se refleja en el interesante documental cinematográfico La teoría sueca del amor (2016), dirigido por el realizador sueco-italiano Erik Gandini. Finalmente, sobre este mismo tema, remito a la persona interesada al texto del propio autor, «El Día del padre o ¿dónde están los hombres?» (2018), disponible en https://josepmfericgla.org/blog/2018/03/20/dia-de-la-mujer-y-dia-del-padre-o-donde-estan-los-hombres/.
En el crepúsculo de los imperios, los hijos se sienten con libertad para no honrar, incluso para burlarse de sus padres, dejando de respetar el orden familiar, semilla de la futura actitud hacia el orden social —y espero que se me entienda: no defiendo el orden patriarcal autoritario—. Tal falta de respeto por la figura y la función paterna se refleja, por ejemplo, en la creciente cantidad de centros de reproducción asistida donde acuden mujeres solas para ser inseminadas, rehusando la presencia del varón incluso en el acto reproductivo. En la España de 2024 había 308 centros de reproducción asistida en los que se llevaron a cabo 165.453 ciclos de fecundación in vitro y 33.818 inseminaciones artificiales. No olvidemos que son diversos los motivos por los que una mujer puede buscar una inseminación artificial, aquí se mencionan tales datos a mero título indicativo y el autor es perfectamente consciente que se trata de un tema sobre el cual caminar de puntillas y conteniendo la respiración para no ofender ciertas ideologías feministas que ven en ello una liberación del yugo patriarcal, pero la reflexión ideológica no es el objetivo del presente texto.
Una consecuencia de la carencia de una figura paterna razonablemente firme es que los jóvenes crecen respetando las normas que regulan la convivencia tan solo si benefician sus propios intereses individuales. En caso contrario, no se sienten con el deber de respetarlas en aras del bien común ni de nada. Actualmente, se está viendo en Occidente el resurgimiento de las «manadas», grupos de machos humanos que se reúnen para dar rienda suelta a sus vehementes instintos sexuales, violando muchachas sin el menor sentido de la moralidad, ni de respeto por la vida ajena ni por las Leyes, igual que sucedía en el neolítico y al final del imperio romano. Cultural y psicológicamente, una de las funciones de la figura paterna cuando es respetada, consiste en poner límites y orden durante el desarrollo de los jóvenes, educándolos en acuerdo a los valores de cada sociedad. Con la pérdida del respeto por la figura paterna se abre la puerta al resurgimiento de tales expresiones propias de la decadencia social y de la barbarie.
IV.
Estudiar la historia no nos libra del presente, pero ayuda a reflexionar sobre lo que ocurrió y tal vez a comprender y tomar distancia de lo que está ocurriendo. Este texto podría acabar con una sencilla pregunta, ¿qué hacer? Respuesta, nada a nivel global. La historia —la evolución— tiene un proceso y un ritmo que está mucho más allá de lo que se puede percibir durante el tiempo de una vida humana, y esto es de lo que trata el presente texto sin pretender un análisis profundo. En cambio, sí se puede actuar a nivel individual: recuperar una vida responsable cultivando un compromiso real con la dimensión trascendente o espiritual —no digo confesional—; honrar y respetar a los progenitores —«honrar» significa reconocer sus méritos, no significa forzosamente amarlos—; respetar las diferencias humanas que nos enriquecen como especie; agradecer a las personas que hacen los trabajos duros que, tal vez, si no fuera por ellas deberíamos realizar nosotros; defender la verdad, la aceptación y la justicia como valores elevados; esforzarnos desde nuestra individualidad para regenerar la descalabrada confianza en las instituciones públicas haciendo que la merezcan y, por descontado, en la medida de lo que honestamente está en las manos de cada persona, no colaborar con ningún aspecto del rodillo que arrastra nuestra sociedad hacia el caos y el ocaso.
Olvidaba algo que repito con frecuencia: el mayor desastre ocasionado durante el siglo XX ha sido alejarnos tanto de la Naturaleza. A causa de esta separación la hemos acabado percibiendo como una fuente explotable de recursos inagotables. Nos hemos alejado de la vida que es la naturaleza y, con ello, de nuestra propia existencia. Somos una sociedad alienada cuyo ocaso camina de la mano de este alejamiento y la regeneración no tiene otra puerta que respetar y agradecer la belleza, la vida, la variedad y la fuerza de la Naturaleza.
Campus Can Benet Vives
9 de junio 2025