Día de la mujer y día del padre, o ¿dónde están los hombres?

—I—
Un joven shuar se formuló una pregunta: “¿Dónde están los grandes hombres? ¿Aún quedan verdaderos hombres?”. El joven se refería a los hombres maduros, seguros de sí mismos, sabios y tolerantes, tal como describen a sus ancestros las narraciones antiguas y los relatos de antropólogos. Otro joven, esta vez europeo, se hizo una pregunta similar: «¿Dónde está mi padre? ¿Cómo puedo encontrar a los hombres, dónde están en la realidad?»
Estos interrogantes están flotando en el ambiente, en la mente de hombres y mujeres, en los textos de antropología y hasta en el mundo del cine. Hace poco fue 8 de marzo, día internacional de las mujeres (o del feminismo, no he acabado de descifrarlo, pero no importa), y ayer fue 19 de marzo, día del padre. Ambas efemérides me han animado a escribir sobre el problema —ya no es sólo ‘un tema’— de la virilidad.
Vivimos en el primer cuarto del siglo XXI y desde hace tres décadas estamos empantanados en una gigantesca crisis de identidad masculina. Derivado de ella, estamos sufriendo una crisis de la figura paterna y, a remolque, una crisis de límites e identidad en los descendientes.
Los investigadores del mundo contemporáneo —sociólogos, antropólogos y psicólogos— observan a diario las devastadoras dimensiones de este fenómeno que nos afecta a todos, hombres y mujeres, y que tanto incide a nivel personal como a nivel de toda la sociedad. Salta a la vista la descomunal confusión que se vive respecto del género, especialmente en EEUU y en la Europa Occidental. Cada semana que pasa aumenta la dificultad para describir —a pesar de que existe— lo que llamamos ‘la esencia de la masculinidad’ y ‘la esencia de la feminidad’, ya que se difunden con rapidez nuevas definiciones de la sexualidad y de los géneros más allá de lo convencional. Escucho hablar —al margen de la tradicional y universal homosexualidad— de la transexualidad, la metrasexualidad, la grisexualidad, el movimiento LGBTQ+, el transgénero, la bisexualidad, la Queer, la intersexualidad, los asexuales y todas las derivaciones que uno pueda imaginar, si le queda imaginación para ello. Pero no oigo hablar de lo fundamental: la energía femenina y la masculina, sea cuál sea el cuerpo que la encarna y sea cual sea la tendencia genital de uno u otra. De hecho, está lleno de “mujeres disfrazadas de hombre” como, por ejemplo, el patético presidente de un cierto gobierno muy cercano a mí, y de “hombres disfrazados de mujer” como lo fue la Sra. M. Tharcher, para no mencionar a nadie en activo.
En el año 1997 creé un taller —en realidad, se trata de un verdadero rito iniciático— para que las personas que participan en él, a través de dos experiencias catárticas propulsadas por la Respiración Holorénica y de ciertos ejercicios y charlas, descubran por sí mismas qué es la energía masculina y la femenina que albergamos dentro, para que los participantes descubran qué conlleva la “manera de ser” de una mujer y la “manera de ser” de un hombre, para que experimenten que, en realidad, se trata de energías complementarias y necesarias para el constante despliegue del universo, nada de “sexos contrarios” y menos en guerra. Los orientales lo denominan yin y yang, eludiendo así el personalismo que tanto atrapa a los occidentales cuando hablamos del tema en términos de género masculino y género femenino, en lugar de hacerlo en términos de energía yang o yin.
Durante los más de veinte años que hace que dirijo esta experiencia ritual, llamada Taller de lo Masculino y de lo Femenino, han pasado temporadas de diversa índole, lo que me permite tener una visión longitudinal. Durante los primeros años, el taller fue bien acogido, venían numerosos jóvenes y personas maduras heterosexuales y también homosexuales, todos descubrían cómo funciona el propio y el otro sexo, a través de su experiencia perdían el miedo a compartir la intimidad. En el taller-rito se pone de manifiesto que todos y todas tenemos una herida parecida aunque vista desde perspectivas diferentes. Se descubre el verdadero sentido de “complementarse”.
Años más tarde, a finales del siglo XX e inicios del XXI, recibí varios escritos y llamadas de feministas furibundas que criticaban el taller y me tildaban de retrógrado, patriarcal, machista y otros adjetivos tan amables como éstos. Durante algunos años, como fenómeno paralelo, bajó claramente la asistencia masculina que años atrás había sido equivalente a la femenina. Desde hace poco, los talleres se llenan de nuevo y ahora hay numerosos jóvenes que andan perdidos en este área fundamental de la vida, jóvenes que se apuntan al carro de la homosexualidad, de la metrasexualidad, de la asexualidad o de lo que sea por moda y porque están realmente perdidos.

—II—
Si observamos los sistemas familiares, salta a la vista el descuartizamiento de la familia tradicional, donde cada uno de los factores psicológicos fundamentales estaba presente de mejor o peor manera, pero presentes: el padre y la madre, los abuelos y las abuelas. Según la ONG Save the Children, en España actualmente hay 1.754.000 hogares formados por una madre o un padre solos y sus hijos, las denominadas familias monoparentales, y el 82% de ellas son familias encabezadas por una mujer y sus hijos.
Es decir, que cada vez más —sí, va in crescendo— las familias muestran la triste realidad de la ausencia paterna, y esa carencia —sea emocional, física o ambas— es la causa de numerosas consecuencias; entre otras, en la manera de ser y la psicología de los hijos, sean varones o mujeres. Así y de manera general, se puede afirmar que el padre ausente o el padre de personalidad débil es la causa de que los descendientes no logren desarrollar una identidad genérica, de que no desplieguen la habilidad para relacionarse de manera íntima y positiva con los miembros de su propio sexo y del opuesto, y también es la causa de que los descendientes, una vez adultos, tengan serias dificultades para saber lo que quieren, hacia dónde han de encaminar sus pasos y cuál es su lugar en el mundo, ya que es el padre quien nos encara al mundo y nos da la bienvenida a él. Esos descendientes suelen tener dificultades en todo aquello que implique poner límites propios o a los demás. En dos frases: la misión básica de la energía masculina en la familia y en el mundo es poner límites en sentido constructivo, discriminar lo que me conviene de lo que no, discernir cuál es mi camino del que no lo es, quién soy yo y quién es el otro o la otra, qué es mío y que es ajeno.
Por experiencia, sé que no se puede culpar a la desintegración de los sistemas familiares tradicionales —por gigantesco que sea el fenómeno— como el factor causal de la crisis de masculinidad. Tampoco se puede cargar toda la responsabilidad en los hombres, ya que ellos son, a la vez, víctimas de esta crisis. Son distintas caras de un mismo fenómeno.
¿Dónde mirar? Hay que tener en cuenta dos factores que subyacen a la desintegración de la familia y de una masculinidad madura. Para empezar, necesitamos tomar consciencia muy seriamente del desastre que ha sido la desaparición del proceso ritual para iniciar a los adolescentes en la masculinidad adulta. Y esta pérdida ha sido la semilla de numerosos problemas actuales, no sólo de la disolución de la masculinidad. Así, y como afirman diversos autores como V. Turner, R. Rappaport o G.Bateson, la disolución de los ritos iniciáticos o de transformación está en la base de las drogadicciones y demás comportamientos compulsivos —hacia el sexo, la tv y los teléfonos móviles, hacia el trabajo, en la base de la ola populista y de la política fascista que está ganando terreno en todo Occidente, de la pérdida de límites en los adolescentes… Este fenómeno cultural y psicológico se puede observar con claridad en las sociedades tribales, objeto de investigación de numerosos antropólogos del siglo XIX y XX.
En aquellas sociedades, hoy prácticamente extintas, existen rituales cuidadosamente elaborados para ayudar a los adolescentes de la tribu a efectuar la transición de la pubertad a la masculinidad adulta, rituales para enmarcar el momento vital de cada persona, y para enmarcar los cambios en general. Durante el transcurso de los últimos dos siglos en Occidente —y de manera acelerada durante los últimos sesenta años— casi todos los rituales orientados a delimitar y dar presencia a la vida y a los hombres, se han ido abandonando o se han deslizado por caminos menos energéticos, menos reales. Especialmente el cristianismo, pero no sólo, los ha ido desactivando hasta convertirlos en meras ceremonias y en fenómenos folclóricos que podríamos llamar pseudo-iniciaciones.
Así por ejemplo, la Reforma protestante y la Ilustración francesa fueron dos grandes movimientos occidentales que tuvieron algo en común: desacreditar los procesos rituales tradicionales. Una vez desactivada la experiencia ritual como proceso sagrado y regenerador, lo que queda es un mero ceremonial vacío del poder y de la tensión necesarios para lograr una auténtica transformación de la consciencia. Al desconectarnos y desaparecer los verdaderos rituales, hemos liquidado los procesos a través de los cuales hombres y mujeres lograban su identidad de género de una manera profunda y madura, mejorando así su modo de vida, delimitando con claridad y serenidad su papel en la sociedad, pudiendo vivir en una red social flexible a la vez que clara. En estos pueblos preindustrializados, y en términos generales, se aceptaba la homosexualidad masculina —y la femenina— sin mayor problema, se aceptaba que una cosa era la energía psicológica fundamental que anima toda persona, y otra sus tendencias genitales, y que puede coincidir o no. Lo que hoy llamamos diferencia entre sexo y género.

—III—
¿Qué sucede en una sociedad cuando se denigran los procesos rituales, a través de los que las personas conforman su identidad, sus derechos y deberes sociales? En antropología lo denominamos ‘anomia’, se genera un estado anómico, falto de normas internas que orienten la vida humana hacia una deseable armonía entre los objetivos y los medios para llegar a ellos.
En el caso de los hombres —tema del que estoy hablando hoy a pesar de mis digresiones—, muchos de ellos no han sido jamás iniciados en el mundo de la masculinidad adulta, o han tenido falsas iniciaciones que no han propulsado realmente su transición a la madurez, y lo que sucede es que, el hombre en cuestión, queda bajo un patrón psicológico propio de la adolescencia. Sí, estamos rodeados por hombres que viven, sienten y actúan como adolescentes, y los síntomas se pueden advertir con facilidad. Por ejemplo, los comportamientos prepotentes y violentos contra los demás, sean hombres o mujeres; la pasividad y la debilidad para enfrentarse a las injusticias próximas o a las crecientes injusticias de los Estados occidentales; la incapacidad para actuar de una forma efectiva, drástica y creativa resolviendo los problemas de la propia vida; la falta de compromiso consigo mismo y con los demás, e incluso la creciente incapacidad para engendrar. Todo ello obedece al patrón adolescente en los hombres. Por otro lado, con frecuencia se observa la oscilación entre dos extremos de conducta, también propia de la adolescencia: prepotencia frente a debilidad. Un hombre maduro nunca pega a una mujer ni agrede a los más débiles, eso son síntomas de impotencia.
Además de la extinción del proceso ritual orientado a la iniciación masculina, existe otro factor que contribuye a la carencia de una identidad masculina madura. Este factor, usado de forma muy sesgada por el feminismo crítico, es el patriarcado. Del patriarcado se habla mucho, mal y con muchos errores por falta de conocimiento.
El patriarcado es una forma de organización social y cultural que ha existido en Occidente, y en la mayor parte del mundo, desde el segundo milenio a.C. hasta el presente. Las feministas repiten que la dominación masculina a través del patriarcado ha sido opresora y abusiva con las mujeres, tanto con las características y las virtudes femeninas como con las mujeres mismas. En su radicalidad, algunas feministas afirman que la raíz de la masculinidad es la prepotencia, y que la conexión con Eros —entendido por ellas como amor, sensualidad y amabilidad— proviene del lado femenino de la naturaleza humana. Olvidan que el dios helénico Eros era hombre, no mujer, y que este simple hecho debería promover una reflexión más profunda que el mero atacar a los hombres por su actual falta de virilidad y por ser la imagen del patriarcado. No hay que obviarlo, hay muchísimas mujeres patriarcales.
A pesar de lo acertadas que han sido algunas de estas expresiones y estudios feministas para la liberación femenina de los estereotipos del patriarcado, la perspectiva en sí adolece de problemas de fondo.
En primer lugar, el patriarcado no es la expresión de la masculinidad profunda y arraigada, ni de la virilidad madura, ya que la verdadera masculinidad no es prepotente ni agresiva, más bien lo contrario. Podemos afirmar que el patriarcado es la expresión de una masculinidad inmadura, es una expresión de la psicología del adolescente y, en cierto sentido, del asa negativa de la masculinidad. El patriarcado, en sentido riguroso, es la manifestación de una psique masculina que se ha quedado atrapada en estratos inmaduros.
En este sentido, el patriarcado —repito que en sentido riguroso, no en el sentido que se está usando el término casi como insulto— es una agresión a la masculinidad madura, y lo es tanto como a la feminidad plena. Aquellos individuos que viven atrapados en las estructuras psicológicas y en la dinámica social del patriarcado no sólo buscan dominar a las mujeres sino también a los hombres. El patriarcado se basa en el miedo profundo, en el miedo que sienten los hombres frente a las mujeres —frecuentísimo—, el miedo del adolescente ante el padre —o ante el Estado, la policía o Dios— y el miedo del varón inmaduro puesto cara al mundo. Repito, los adolescentes temen a las mujeres y temen a los hombres de verdad.
El hombre inmaduro —el patriarcal— no puede aceptar con facilidad el desarrollo masculino completo de sus hijos ni de sus subordinados, ni tampoco el desarrollo completo de sus hijas ni de sus empleadas. Es la típica historia del jefe de la oficina que no puede tolerar que sus subalternos sean tan buenos como son. Cuanto más hermosos, competentes y creativos sean los empleados, más incitan a los superiores jerárquicos inmaduros, e incluso a sus iguales, a ser hostiles con ellos en lugar de aprovechar sus cualidades para bien de todos. Lo que realmente nos ataca, lo que realmente es peligroso, es la inmadurez humana, las personas que viven aterrorizadas por el avance de sus amigos, familiares o empleados en el camino que conduce hacia la masculinidad o la feminidad completa, por el camino que lleva a la realización de los potenciales humanos. Éste es el gran peligro actual porque los Estados y las corporaciones multinacionales quieren masas de gente inmadura —e inculta— a la que manipular con poco esfuerzo: el miedo basta, y es fácil asustar a una masa de gente. A la vez que han desaparecido los verdaderos ritos iniciáticos, nos hemos dejado robar el alma y la sensibilidad por estas estructuras sociales y económicas que rigen hoy la vida social.
Repito, el patriarcado es la expresión de lo que llamamos psicología del adolescente, no es una manifestación ni de la esencia ni de la plenitud de los potenciales de la masculinidad madura. Esta afirmación no es gratuita. Se sostiene sobre el estudio riguroso de los antiguos mitos, de las prácticas rituales y de los sueños modernos.

—IV—
Tras examinar la rápida feminización de la sociedad, de reflexionar sobre los cambios del papel de cada género en nuestra sociedad y de su ajuste y desajuste a la naturaleza, de revisar años de práctica en psicoterapia y de dirigir decenas de talleres sobre lo masculino y lo femenino… durante este tiempo he ido tomando consciencia de que algo vital está faltando en la vida interior de muchos hombres que acuden a los talleres y a mi consulta sin poder poner palabras a su malestar interno. Tras todo ello me atrevo a afirmar que lo que está faltando a los hombres no es una conexión adecuada con su dimensión femenina, como muchos psicólogos suponen —en muchos casos, los hombres han sido y son avasallados por lo femenino—, lo que está faltando es una conexión adecuada con la energía masculina profunda e instintiva, con los potenciales de la virilidad madura. Desde el punto de vista de la etnopsicología, mi especialidad, éste es el problema real de nuestras sociedades. La conexión consciente con los potenciales propios de la virilidad está bloqueada por el patriarcado mismo por un lado, y por la crítica feminista a la poca masculinidad, por el otro. Estos hombres que sufren la falta de masculinidad madura del mundo actual no tienen donde agarrarse.
Tal colosal bloqueo se debe a la falta de un rito o proceso de iniciación, de una experiencia significativa y transformadora en sus vidas, mediante la cual podrían haber desplegado una manera de ser propia de la virilidad madura.
Como afirman R. Moore y D. Gillette, mientras esos hombres buscaban su propia experiencia de la energía masculina a través de la meditación, la creatividad y de lo que los psicólogos junguianos denominan la imaginación activa, descubrieron que a medida que iban nutriendo el contacto con los arquetipos interiores de una masculinidad real, iban abandonando el patrón patriarcal y otras pautas de conducta, pensamiento y sentimiento que resultaban hirientes. Tales hombres devenían fuertes, realmente centrados y creativos para ellos mismos y para los demás, sanando su relación con hombres y mujeres.
En la tremenda crisis de la masculinidad que vivimos, no necesitamos —como creen algunas feministas— menos poder masculino. Al revés, necesitamos más poder y más energía de una masculinidad madura. Es necesario dar más espacio a una psicología del hombre y conseguir una sensación de tranquilidad respecto del poder masculino, de tal manera que no sea preciso actuar como hombres dominantes y agresivos.
En el mundo patriarcal, hay excesivos ataques contra lo masculino, así como una irrespetuosa reacción feminista contra el patriarcado y contra todo lo viril. La crítica feminista, cuando no es inteligente, deteriora aún más la auténtica masculinidad, ya bastante sitiada por el propio patriarcado. Muchos hombres psicológicamente maduros sienten vergüenza ante las manifestaciones propiamente patriarcales y las combaten, sin ponerse por ello al lado de las feministas que también los atacan.
Es probable que jamás haya existido un período histórico en el que la masculinidad madura y la feminidad madura hayan sido consciente y adecuadamente educadas. No lo puedo afirmar a ciencia cierta —aunque sí lo creo tras revisar 96 modelos cuturales diferentes—, que nunca ha existido el matriarcado en forma rigurosa, tal y como se entiende este vocablo en antropología y como se estudia el patriarcado. Pero de lo que sí estoy seguro es de que la virilidad madura no está de moda en la actualidad, ni se la nutre con valores y modelos adecuados. Por ello, más que nunca es necesario aprender a amar y ser amados por el hombre maduro.
Los hombres debemos aprender a valorar y a hacer respetar el auténtico poder y potencia masculinos, por nuestro bien como hombres, por las relaciones con los demás y por el bien de las mujeres. Porque lo masculino y lo femenino son caras de una misma moneda y si una cara está torcida, la otra inexorablemente también lo está.
Y yendo aún más allá, podemos afirmar que la crisis de la masculinidad madura se integra en la crisis de supervivencia que enfrentamos como especie. Nuestro mundo inestable y peligroso, donde los límites se han disuelto por interés y beneficio del consumismo —los pescadores en río revuelto—, necesita urgentemente hombres maduros y mujeres maduras para que la especie sobreviva.
En nuestras sociedades no existe una experiencia ritual y globalmente aceptada capaz de regenerar al adolescente y ayudarlo a que, del rito, resurja un ser orientado hacia una psicología del hombre maduro, no existe. De ahí mi interés en ofrecer ritos actuales que cumplan esta función, así sea con una minoría de hombres que acuden a ellos —tengo la esperanza de la piedra tirada al centro del lago que produce ondas por toda la superficie del agua. Dada esta carencia, cada persona debe desenvolverse sola, sin ayuda ni apoyo de otras, para llegar a las fuentes profundas de la energía masculina. Y lo mismo se puede afirmar respecto de las mujeres: una realidad es el feminismo y otra la feminidad, a veces coinciden y a veces no. Y también las mujeres deben aprender a desarrollar su parte masculina, aunque sea secundaria en su naturaleza. Al igual que los hombres, ellas deben encontrar la manera de conectar con esas fuentes de poder interior. Si el hombre occidental medio no consigue reencontrar la energía de lo masculino y desarrollar las conductas protectoras y no patriarcales que derivan de ello, es muy probable que la amenaza de auto aniquilación que ondea sobre la especie humana se cumpla.
J.Mª Fericgla

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