El compromiso matrimonial suele despertar una emoción elevada en los contrayentes y a su alrededor cuando la fuerza que propulsa el compromiso es el amor limpio entre dos personas que deciden reconocerse y unir sus vidas. Es habitual que provoque un nudo en la garganta y en la boca del estómago, y que lleguen a escaparse algunas o muchas lágrimas de los ojos. Es una reacción bastante universal.
Los seres humanos solemos celebrar la unión matrimonial sufragando la celebración con extremada generosidad, gastando y compartiendo los bienes que se han ido acumulando con esfuerzo durante tiempo para este fin y, a menudo, hasta con lo que no se tiene y hay que pedir. Visto desde los ojos materiales, tal vez puede parecer un absurdo derroche de bienes; visto desde los ojos del alma, se percibe que es una forma de celebrar la unidad de algo que está por encima de la tendencia material, que es la victoria de la evolución sobre la regresión, ya que el mundo ordinario nos empuja a la separación, a la competencia, a la individualidad y a la regresión moral.
En cierta ocasión en que le hablé de mi primera novia, mi abuelo, el ebanista que tenía comentarios para casi todo, me dijo: “Si te casas, un día te arrepentirás…”, dejando la afirmación en suspenso, supongo que para que por dentro yo mismo me dijera: “…bien, entonces no voy a casarme nunca”. Y siguió diciendo: “y si no te casas, un día te arrepentirás”. Vaya, acaso ¿haga lo que haga me arrepentiré algún día? No, hay una vía para superar esta antinomia. La vía es siempre la misma: tomar decisiones y asumir las consecuencias. Decidir nos hace crecer, no empuja a evolucionar, incluso aunque con el tiempo la decisión se desvele aparentemente errónea. Aunque sea así, una persona debe aprender de ello, por lo que no está todo perdido como se suele decir. El verdadero error es no aprender de cada suceso, de cada decisión, de cada momento que vivimos.
El objetivo del matrimonio es cumplir con el divino principio de la unidad. Sea cual sea la forma de un matrimonio, es un trato entre dos personas adultas, libres y conscientes que deciden unir sus vidas para crear una nueva unidad que antes no existía, y así es como se revela el principio básico de la evolución, desde la vida multicelular en el planeta hasta la armonía que rige el cosmos. La sagrada unión es sinónimo de evolución, de crecimiento y de inmortalidad.
El ser humano se echa de menos a sí mismo cuando se encuentra solo. Su naturaleza más amplia y verdadera la halla a través de sus relaciones humanas más vastas y más íntimas, y es en este ideal de humanidad unida donde cada persona realiza lo eterno en su vida y lo ilimitado en su amor.
La unidad del matrimonio, como toda otra unidad real, va más allá de una mera idea subjetiva para convertirse es una verdad energética, en una unión de opuestos que se complementan formando algo superior a cada uno de ellos como parte. Sea cual sea el nombre que le demos a esta unidad, sea cual que sea la forma que tenga y sea lo que sea lo que simbolice, la consciencia de esta unidad de un hombre y una mujer es espiritual, lo sabemos, y nuestro esfuerzo por ser sinceros en la unión es nuestra religión.
¿Por qué alegra tanto un matrimonio basado en el amor, de la misma manera que entristece y hasta enfurece cuando se asiste a una unión impuesta por un interés material o por alguna fuerza distinta al amor? ¿Por qué no se acepta de buen grado la unión que es impulsada por el miedo a la soledad, por la mera necesidad sexual, o por el miedo a lo que sea? Creo que la elevada reacción positiva, que la emoción desbordante se debe a que envolver la divina unión humana con una ceremonia pública, el matrimonio, es poner a la vista de todos eso que está oculto, es teñir y dar forma a las esquivas fuerzas invisibles que se buscan para complementarse.
En otro sentido, un matrimonio es un acuerdo entre dos personas que han descubierto que se aman y la pareja ha de ser un espacio de igualdad y de paz. Ambos miembros tienen los mismos derechos y unos deberes equivalentes, no los mismos deberes ya que entonces desaparecería la complementariedad. El hombre —o quien sea que encarne el principio masculino— tiene ciertos deberes, el principal de los cuales es cuidar lo femenino y la vida que conlleva, y tiene ciertos derechos como el de ser seguido por lo femenino. Y la mujer o lo femenino tiene ciertos deberes, como el de seguir al hombre, y tiene ciertos derechos, en especial el de ser cuidada por el hombre para poder dar vida. Al margen de ello, el respeto ha de ser mutuo, impecable, total ya que cuando hay amor no puede haber espacio para lucha por el poder —y solo se pierde el respeto cuando hay lucha por el poder.
Dado que la pareja es la unión de dos personas adultas, implica que lo que suceda en el espacio matrimonial es responsabilidad de ambos, cien por cien responsabilidad de ambos. De los dos depende que reine la armonía, el reconocimiento y la alegría, o que se imponga el desasosiego, la vulgaridad y el menosprecio.
Y dado que formalizar una pareja es un trato entre dos personas adultas y conscientes, de la misma manera en que un día se comprometen a mantener la divina unión entre ellos, pueden deshacer el trato el día que quieran. Y pueden volverlo a pactar y deshacer de nuevo tantas veces como quieran, y hacer pactos diferentes cada vez en su intento de practicar la religión de la honestidad y la valentía de decir la verdad.
Cuando dos personas se unen en matrimonio, se unen dos linajes con las cargas visibles y las cadenas invisibles que arrastra cada linaje, generación tras generación. Y a esto se suma el estado del cielo y el de la Tierra en cada momento dado. Un día resulta que es el clima agobiante, previo a una tormenta que no acaba de descargar, lo que provoca un estado de ánimo oscuro que envuelve la pareja como una nube de mal agüero. Otro día es el suegro que hace un comentario que hiere en lo más profundo a uno de los dos, o a ambos. En otro momento es ella que tiene esos días mensuales en los que las emociones son inestables y provoca alguna situación de innecesaria tensión; o es él que llega al hogar de mal talante por algo que le ha sucedido fuera. Y todo ello se pone frente a frente a través de los ojos carnales y de la mirada elevada de la pareja. Y entonces hay que esforzarse para resolver los problemas diarios que derivan de la vida en común, hay que tomar distancia del malestar y analizarlo con ecuanimidad recordando la divina unión que debe estar por encima de los problemas cotidianos.
Estando con Myriam, he encontrado un espacio de paz en mi vida, un espacio de amor, alegría y respeto, de espiritualidad sencilla y verdadera que ilumina y guía el día a día, de reconocimiento mutuo y de divina complementariedad. Por eso, y por mucho más, nos hemos casado.
Gracias.