Minúscula aportación en defensa de la naturaleza

MINÚSCULA APORTACIÓN EN DEFENSA DE LA NATURALEZA

 

Nuestro hombre había decidido cambiar de vida y, sin más, lo hizo. No fue un mero arrebato de ayer por la tarde, sino que, de eso hace más de 15 intensos años y ahí sigue. Decidió dejar la comodidad de la ciudad e ir a vivir en medio de la naturaleza, emboscarse en lo más recóndito de un parque natural.

Lo hizo por decisión propia, sin que nada le apremiase a salir corriendo de la urbe. No obstante, jamás se definiría como neo-rural sino como alguien que ama y necesita la naturaleza, como alguien que tiene citas con este castaño o con aquel abedul y que es capaz de caminar varios kilómetros para cumplir puntualmente con sus citas.

Vivir en la naturaleza —más o menos virgen— implica dejarse calar por los cambios estacionales, experimentar cosas reales tales como el frío, la niebla y la lluvia ante las que uno se protege con esfuerzo real, acarreando leña y haciendo fuego. El nacimiento y la puesta del sol, a diario, son un espectáculo fascinante y único, gratuito e irrepetible. Uno se va a vivir en medio de la naturaleza para aprender a no tener prisas, a respetar el ritmo solemne de los cambios cósmicos, para desarrollar la sensibilidad y ciertos sentidos internos, casi místicos, que en las ciudades permanecen sin desplegarse jamás.

No se lanza uno a vivir en medio de la naturaleza para buscar la soledad de los bosques, sino para aprender a vivir como persona entre personas en la insondable madre naturaleza, para vivir en contacto con los anhelos primordiales de todo ser humano, para sorprenderse con una familia de jabalíes cruzando el camino al regresar de noche a casa, o con un esbelto y esquivo gamo relampagueando con un brinco por la mañana en una curva del camino.

Uno abandona las comodidades y los aparentes buenos servicios de las ciudades y traslada su vida a la ruda naturaleza porque se la prefiere a los antidepresivos, porque se escoge la calma de los senderos de tierra a la tensión y la agitación de las calles, porque se prefiere el canto de los pájaros y el sonido del viento fregando las copas de los árboles al ruido ensordecedor de la música comercial que vomitan los almacenes y los bares, porque se escoge hablar quedamente y ser escuchado a tener que gritar permanentemente para que le oiga la persona que está sentada al otro lado de una pequeña mesa de restaurante, porque se escogen los cielos nocturnos profundos preñados de estrellas, donde se palpa la inefable presencia de Dios, a las farolas de luz artificial de las calles de cualquier ciudad.

En definitiva, uno se enraíza en la naturaleza porque ama la libertad.

Pero resulta que en el parque natural no todo es naturaleza. Cada fin de semana se repite la misma sensación de estar en el centro de una afanosa actividad que se puede considerar de variopinta depredación humana.

Cada fin de semana, nuestro hombre se ve rodeado por gente extraña que viene de las ciudades y, depende de la temporada del año, se meten por todos los rincones que él tanto conoce y respeta, buscando setas, recolectando castañas y frutas de madroño, cortando leña para sus hogares de salón o musgo para decorar sus casas, respirando con afán y hasta con codicia el aire limpio que ensucian con sus coches. Vienen buscando la calma y el silencio que han desaparecido de las urbes, pero que también se esfuman con la súbita llegada de estos extraños.

Otros vienen de las ciudades al parque natural a matar animales, eso medieval que llaman “practicar el noble deporte de la cacería”, es decir, arrebatar la vida de otros por simple diversión. Hay visitantes —los menos— que acuden al parque natural para fundirse momentáneamente con el cielo nocturno, refulgente de vida, donde uno puede oler la eternidad… Vienen a ver el cielo de noche desde aquí porque en las ciudades ya es imposible, ni aun en noches de luna llena.

Cada fin de semana también acuden los grupos de ciclistas, de excursionistas y de los que buscan darse un baño de bosque —la última y saludable hornada venida de Japón—. Estos tres colectivos no buscan nada en concreto, solo disfrutar de la naturaleza y lo que se llevan en sus canastos son sensaciones, imágenes, calma, algo de plenitud… No obstante, tampoco se hacen la pregunta clave: «Bien, sí, me llevo una foto maravillosa, o un lago de paz interior, o una cesta de setas, y… ¿Qué dejo a cambio?». ¿Qué dejo? Tampoco se lo preguntan, pero suelen respetar la naturaleza.

A veces, se llega a sentir compasión hacia estas personas que tienen aspecto de estar medio desesperadas, como algo enajenadas de sí mismas, buscando con un empeño casi maniático algo esencial para sus vidas, algo que ha desaparecido de donde viven pero que siguen necesitando. Esto es, la calma, los paisajes verdes y vastos, el silencio, los olores reales…

De entre todos los que invaden la naturaleza los fines de semana hay un colectivo que son imperdonables, ante los no existe ni puede haber perdón ni compasión. Me refiero a los motoristas y los quats.

Son repugnantes enfermos mentales que necesitan expandir un potente y desagradable ruido con los tubos de escape de sus máquinas para sentirse reafirmados e importantes como individuos dentro de su indescriptible miseria humana. Tras llenar las ciudades de bramidos mecánicos y de peste de gasolina quemada, ahora van a llenar la naturaleza con su misma basura.

Además de extremadamente molestos, los motoristas deportivos son un peligro para los demás ya que no suelen respetar la velocidad máxima de 30 Km/hora, como es preceptivo en los parques naturales. Obviamente, no divierte comportarse como seres civilizados. Tales estúpidos van a toda la velocidad que les permiten sus motos y quats y, como tampoco deber ser divertido conducir por las pistas principales, las únicas por donde deben conducir, se internan en los bosques, siguen los senderos de pastoreo y recorren a toda velocidad pequeños caminos abiertos para sacar leña del bosque, destrozando todo que hay a su paso. Verdaderas manadas de bárbaros cargantes y peligrosos.

Nuestro hombre se pregunta cada fin de semana el motivo por el que estos rebaños de asnos motorizados no se construyen y van a correr a pistas privadas, cerradas y herméticas, donde puedan respirar a fondo los gases de sus propios vehículos, ya que tanto gozan de ello, y puedan oír, multiplicado por las paredes de la pista, el hermoso y agresivo sonido metálico de los cilindros de sus potentes motocicletas de cros.

No tienen la mínima lucidez para captar que en el parque natural no son bienvenidos.

Los habitantes del parque que usan estos mismos vehículos para moverse por la naturaleza, no corren ni compiten, hacen el mínimo ruido con sus motores que siempre es un sonido discreto y jamás molesto para los demás. No van ataviados con indumentaria cara de colores infantiles, a modo de ridículos bufones, como sucede con los motoristas de fin de semana, claro ejemplo del consumismo depredador que está acabando con nuestro bello planeta.

Muchos de ellos ni tan solo llevan matrícula en sus vehículos, algo ilegal, y cuando uno se queja a la policía por la molestia y el peligro que suponen estos mugrientos e infantiles candidatos a centauro mecánico, la respuesta es que un parque natural tiene numerosas entradas y no se puede colocar una patrulla en cada una. ¿Será cierto? En una ocasión, nuestro hombre insistió ante la autoridad local sobre el escándalo y el riesgo de cada fin de semana a causa del rebaño de motoristas. Bueno, la autoridad mandó una patrulla para que se situara en un cruce de caminos y controlara los motoristas que pasaran por ahí. Ya sabemos, pedir la documentación, asegurarse que cada moto y cada quat estuviera matriculado y tuviera el seguro en toda regla por si causaba algún accidente, y todo lo demás. En un cierto momento, apareció uno de esos estúpidos sobre una moto cuyo bramido se podía oír desde más de un kilómetro lejos. La moto no estaba matriculada. Al llegar al cruce de caminos donde estaba el vehículo de la policía, éstos le indicaron con la mano que se detuviera, ante lo que el motorista aceleró más, dio una vuelta alrededor del coche policía y se perdió por un pequeño sendero en el que está prohibido el tránsito de todo tipo de circulación rodada y donde la policía no podría seguirlo. Al instante reapareció y regresó por donde había venido avisando a sus secuaces, a los que se escuchaba de la inusual presencia de la policía, a medida que se aproximaban al cruce. No se vio ningún otro motorista en el resto del día. Una burla sin paliativos.

Personalmente, al levantarme por la mañana opto por escuchar el canto del gallo acompañado por el bello coro de ruiseñores, la cantinela aguda y corta del nervioso carbonero común y el canto opaco de las palomas torcaces. O bien opto por gozar con el grito aterciopelado, casi humano, de las lechuzas por la noche. Lo prefiero a sentirme atrapado desde que me levanto hasta que me retiro a dormir por los ruidos de los coches frenando y acelerando en los semáforos y por las músicas vulgares, invasiva basura sonora urbana nacida en el siglo XX. Prefiero sentir la obra del Creador sobre mi propia piel, a estar sumergido en un mundo creado por el ser humano, basado en el embuste del marketing, en las ideas alejadas de la esencia de la vida, en las pantallitas y los botones, y en los olores sintéticos que me ofenden la pituitaria y me impiden pensar con claridad.

Prefiero la vida primigenia y real, donde el sentido es inherente a la propia existencia, a enraizarme en un contexto donde solo me rodea el asfalto, el aire sucio y enrarecido, las frutas sin sabor y las caras tensas y cansadas de la gente.

Si queréis seguir gozando de la naturaleza, debemos cuidarla como a nuestra propia madre, porque lo es. Expulsemos las motos y los quats, entre otros vehículos innecesarios, de los parques naturales.

 

Josep Mª Fericgla

9-XII-2019, Can Benet Vives

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