Tercer peldaño para ser lo máximo uno mismo posible. (Preparando el seminario Constrúyete)
ACEPTAR LA SOLEDAD
Tras desarrollar el coraje necesario para apañártelas por tu cuenta, tras haber observado la absurda y estéril mecanicidad y alienación en tu vida, tras haber experimentado la ineludible necesidad de respetarte, llega el tercer peldaño del camino hacia el objetivo más serio de la vida humana —convertirse en uno mismo—: no esperar nada de los demás.
La soledad y la brevedad de la vida humana son los dos condiciones más difíciles de aceptar. Las personas, a duras penas podemos sustraernos al peso de la soledad, ni como individuos que pululan por la Tierra, ni como especie consciente sumergida en un universo misterioso. El núcleo de la alienación humana y de las vidas de autómata que invaden cada rincón donde hayan llegado el ser humano, se llama: miedo a la soledad. Los humanos hemos inventado innumerables mentiras y artimañas para hacernos creer a nosotros mismos que no estamos solos: religiones, partidos políticos, redes familiares, lazos sentimentales, grupos de amigos y a través de estas artimañas sociales nos cargamos de tareas, se nos inoculan deseos innecesarios y se nos proporciona ocasiones para distraernos con otra gente, se nos facilita perdernos entre muchedumbres donde nos sentimos acompañados y, sobretodo, protegidos, drogándonos con un montón de cosas y brillos que alimentan la fantasía infantil, esa fantasía de que dialogamos entre nosotros, y algunos hasta con Dios.
A pesar de todo ello, aunque uno sea creyente, aunque comparta vivienda con familiares o amigos, aunque tenga la suerte de tener una pareja que lo ame y aunque se sienta apoyado por las personas que lo rodean, por muy leales que sean, cada uno —tú y yo— está solo. Y lo sabemos en el fondo de nuestra psique, aunque la mayoría no tienen el valor necesario para afrontarlo, aceptarlo y vivir con ello.
Por mucho que quienes nos aman, nos den ternura, apoyo y consuelo; por mucho que nos ayuden a construir nuestro camino y nos faciliten su ayuda para lidiar con nuestros problemas; por mucho que estén presentes para consolar nuestras penas, incluso aunque las personas que nos rodean sean los promotores del Acontecimiento que nos revela a nosotros mismos, aunque nos hagan de espejo fiel, los Otros no pueden sacarnos de la soledad inherente a la condición humana. Incluso pueden morir para salvarnos la vida, pero ni tan solo así van a impedir nuestra soledad esencial. Y, peor aun, la más dura de las soledades es la soledad ante nosotros mismos.
Cuando uno descubre que no hay un solo ‘yo’ sino que dentro de cada persona hay innumerables ‘yoes’ peleándose entre ellos, y cuando uno empieza a despertar y nutrir la consciencia del sí mismo para darse cuenta, se encuentra con una nueva dimensión de la soledad: cada pequeño ‘yo’ de los que componen mi personalidad está solo y no debe ni puede contar con el apoyo de los demás ‘yoes’. Están en guerra entre ellos. Y sólo el verdadero cultivo del mundo interno, proceso que empieza con los cinco peldaños que estamos revisando, puede llevar la paz a esta guerra civil interna que todos vivimos en la más dura de las soledades.
Asumámoslo: nadie más que tú puede explicar la razón de tu existencia. Nadie más que tú tiene la capacidad para definir tus más íntimas aspiraciones, de elegir y construir tu proyecto de vida. Porque nadie mejor que tú puede escoger lo que quieres ser ahora, dentro de un día, de diez meses y de veinte años.
Una vez asumida la soledad y aceptado que no debemos esperar nada de los demás, es cuando hacemos acopio del valor necesario para no contar con nadie, para atreverse a no esperar nada de los demás: ni dinero, ni amor, ni amistad, ni esperar nada del Estado ni de ningún salvador, sea quien sea. Especialmente no hay que esperar nada del Estado, de los jefes ni de las corporaciones empresariales.
Es entonces cuando desarrollamos el valor para vivir sabiendo que el apoyo de mamá o de papá a través de la multitud de caras y aspectos que van adoptando a lo largo de la vida, no va a llegar aun cuando sea lo más necesario en nuestro camino. Y si se diera el caso de que llegase, que sea por añadidura, como regalo del cielo.
Sólo cuando llegamos a este punto del camino es cuando podemos realizar actos puros, actos sin interés especulativo detrás, actos con los que no pretendemos engañarnos ni engañar a nadie. Sólo entonces, aceptada la profunda soledad del ser humano, podemos ponernos al servicio de los demás sin que sea una mera forma de captar su afecto para no sentirnos tan solos.
No esperar nada de las personas a quienes uno ama no significa que haya que ignorarlos. Es absoluto. Más bien todo lo contrario: uno descubre que es necesario ofrecer amor sin esperar reciprocidad. No esperar nada de las personas amadas significa no introducir ningún componente de interés egoísta en el afecto que prodigamos —si llegamos a poderlo dar como acto puro, naturalmente—. No esperar nada de las relaciones con los amigos es no considerarlas como una red donde apoyarnos, sino como una red de confianza mutua y de intercambio ecuánime. No esperar nada de los jefes ni del Estado no significa renunciar a las reivindicaciones pertinentes para una remuneración justa, ni dejar de esforzarnos para que haya una distribución limpia de nuestros impuestos, ni someternos a las arbitrariedades gubernamentales ni renunciar a hacer respetar los propios derechos e intereses. No. Como dicen los sufíes, estamos en el mundo aunque no somos del mundo. Es decir, somos mucho más, pero estamos en el aquí, esto y ahora que es el mundo en que vivimos.
Es más, aceptar la soledad implica ser astuto, implica que es necesario temer que lo peor podría proceder de los demás, incluyendo a aquellos de quienes cabría esperar apoyo y comprensión. Y que tal daño es incluso probable ya que la soledad no aceptada nos debilita ante el mal, de la misma manera que la soledad consciente nos da fuerza y temple.
Así pues, tomar consciencia y profunda aceptación de la soledad nos ayuda a determinar el alcance de lo que nos amenaza, y de esta misma manera nos suele convertir en ligeramente —o gravemente— paranoicos, pero nos empuja hacia el objetivo último ser lo más yo mismo posible.