La educación de los hijos

LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
(1ª parte de la Conferencia impartida por J.Mª Fericgla en Octubre 2016, a los miembros de la Escola de Vida Simultaneïtat, escuela de espiritualidad práctica para jóvenes y adultos, que incluye educación emocional, prácticas de una espiritualidad no confesional y un red de confraternidad).

I.
Esta tarde, algo me inspira a reflexionar sobre la educación de los niños y niñas de distintas edades. Hay muchos de nuestros hijos correteando fuera de la sala, llenándonos de vida y de alegría, aunque de vez en cuando caiga algún pequeño enfado. Pequeño. Como debe suceder con los buenos progenitores que dedican la atención necesaria a sus hijos.
Para empezar, hay dos o tres cosas fundamentales referidas a la educación, y ello a pesar de que, lo mismo que sucede con las dietas, no hay una educación perfecta. Así que uno debe tranquilizarse. Si hay tantas escuelas y tendencias en pedagogía —Waldorf, Montessori, Escuela Libre, jesuitas…— se debe a que no hay ninguna que sea impecable. No hay una manera única de educar bien a los hijos porque cada uno es como es, cada persona es un individuo que necesita ajustarse a su propia manera de ser y, a la vez, al mundo cambiante que le ha tocado vivir.
Por ejemplo, se han realizado estudios cuyos resultados han puesto de relieve que la escuela, en el mejor de los casos, influye un 20% sobre el carácter de los hijos y, vuelvo a decir, en el mejor de los casos. En las escuelas llamémoslas ‘corrientes’, la influencia es menor. Naturalmente, los que tenemos hijos o hijas queremos la mejor escuela para ellos, pero tampoco hay que volverse obsesivo con el tema porque sería peor el remedio que el mal.
La educación es un tema complejo, delicado y levanta muchas susceptibilidades. No hay nada más peligroso que decirle a un padre —o peor aun a una madre— que educa mal a sus hijos. Todos creemos que nuestra forma de educarlos es la mejor del universo. Por eso, como es un tema que levanta susceptibilidades voy a ir desgranándolo por partes y si queréis un comentario más detallado o añadir algo, por favor lo pedís sin arrojarme nada contundente.
A grandes rasgos y sin entrar en detalle, hay tres momentos puntuales y especiales en la educación de los hijos, momentos en los que la relación y la educación de los padres hacia ellos debe cambiar. Un momento es a los dos años o dos años y medio, otro es a los siete años y el otro en la adolescencia, a los catorce o quince años.
Cada transformación que sucede en los hijos requiere otro cambio por parte de los progenitores, si quieren acompañar de verdad el desarrollo de sus hijos. Y no sólo del padre y de la madre sino también de todo el entorno, abuelos, tíos y padrinos. No voy a entrar en pormenores porque hay un libro de Sofía Pereira, titulado Educar en familia que podéis consultar Es un gran libro de esta pedagoga de orientación antropósofa que os recomiendo encarecidamente leer, en espacial a los que tenéis o queréis tener hijos.
A grandes rasgos, pues, los tres momentos que os he dicho —2, 7 y 15 años— tienen que ver con cambios neurológicos y psicológicos. A los dos años es cuando empezamos a desarrollar la individualidad, muy esquemáticamente al principio. A los siete años cerramos nuestra estructura emocional y se despliega la capacidad de abstracción, y a los quince años cambiamos la relación con el mundo, sobre todo con la familia —¡sobre todo!— y con nosotros mismos.
Hasta los dos años —repito que son edades orientativas— estamos fusionados con la madre. Por ejemplo, a Roxana le da igual ver a su madre que no verla porque interiormente está fusionada con ella. Aunque no vea a su madre, se siente formando parte de ella. Pero a los dos años y medio, aunque de forma rudimentaria al principio, Roxana empezará a desarrollar la consciencia de su individualidad y empezará a disolver este estado de fusión psicológica con la madre en el que vive ahora. De ahí que sea tan frecuente que, niños que hasta esta edad habían permanecido tranquilos al estar solos por un rato, resulta que, si ahora el padre o la madre se meten detrás de un biombo y desaparecen de su vista, empiezan a ponerse nerviosos, a llorar y a buscarlos con desesperación, porque empiezan a tener consciencia de que no es lo mismo mamá que yo.
Hasta los dos años lo que necesitamos es comida, calor y calma, sobre todo calma y amor. A partir de los dos años empieza a ser importante respetar el ritmo de los niños y, hasta donde puedo observar, hay muy pocas familias que sepan hacerlo.

II.

Todo ser humano —y los niños en especial— tiene un ritmo para relacionarse con el entorno, para entender los estímulos que le llegan y para responder a tales estímulos. Lo mejor que pueden hacer los padres es respetar estos ritmos, ofreciendo estímulos razonables y respetando el ritmo de la respuesta dada por el niño o la niña. Por ejemplo, si Roxana tuviera tres años y yo le dijese: “Roxana, ¿me puedes acercar esta bolsa naranja, por favor?”, estoy casi seguro que cualquiera de vosotros, con total amabilidad y buena intención, se levantaría y me la acercaría antes, ya que Roxana tardaría en reaccionar. Un niño de tres o cuatro años debe entender la demanda: “Vamos a ver… me ha pedido algo naranja, ¿qué será eso? ¡Ah sí!, naranja es un color, el color de esa cosa que ha llamado ‘bolsa’. Y me ha pedido que se la acerque… a ver si puedo”. Este ritmo de decodificar los estímulos, organizar cognitivamente la respuesta y ejecutarla, en los niños de esta edad es mucho más lento que en un adulto. Bueno, que la mayoría de adultos. Y a casi ningún niño se le respeta su ritmo ya que casi siempre hay algún adulto que responde, actúa o reacciona antes que lo haga el niño. Os invito a que lo observéis en cualquier ambiente occidental.
Por eso, es muy útil que los que sois progenitores o tenéis niños cerca, provoquéis situaciones para poder respetar su ritmo. Eso los hace seguros de sí mismos, además de ayudarlos a desarrollarse psicológicamente. A Roxana le pediría la bolsa naranja, aunque no la necesitase para nada, sólo que para que ella ponga en marcha todos sus procesos cognitivos de reconocimiento de objetos, palabras, colores, acción… Entender una orden, poderla ejecutar y recibir el reconocimiento final da mucha seguridad a los niños.
Creo que es fácil imaginar lo que sucede dentro de un niño al que se le pide algo y, antes de ponerse en marcha para realizar la acción, alguien ya la ha realizado ignorando los esfuerzos del chiquillo. Y esto en España y en Latinoamérica pasa muchísimo. Lo he observado multitud de veces en todos los contextos y ambientes. Resulta que cuando un niño va incorporando una ideación del tipo: “Es inútil que lo intente, no puedo ser protagonista de nada, no puedo hacer nada de lo que me piden porque siempre hay un adulto que lo hace antes y mejor”, se van desarrollando tipos psicológicos pasivos y hasta cínicos, como el típico carácter pasivo y pretencioso español, que se puede resumir en: “Pase lo que pase no tiene que ver conmigo, miro hacia otra parte”.
Por otro lado, y sigo hablando de los niños hasta dos o tres años, hay que respetar sus emociones. Amar es reconocer y esto en la Escola de Vida lo tenemos claro desde el principio. Lo primero que hay que reconocer en un niño son sus méritos, y hacerlo con sinceridad: “Me has acercado este bolso color naranja, gracias ¡qué bien que lo haces!”. Los niños, a pesar de no verbalizarlo, son especialmente sensibles a la sinceridad de los adultos. Así pues, a continuación, hay que reconocer las emociones del pequeño o de la pequeña, y esto es otra asignatura suspendida en la educación popular. Si un niño llora hay que permitirle llorar, pero —eso sí— hay que apartarlo lo antes posible de esta emoción destructiva. No es lo mismo negar o impedir una respuesta infantil a desviar la atención hacia otro objeto para redirigir un estado emocional restrictivo hacia otro positivo. A ver cómo puedo explicarlo mejor.
Todo individuo y toda colectividad humana tiene un tono emocional basal. En unos casos es la tristeza, en otros el entusiasmo, la alegría, la rabia o la búsqueda permanente del orgasmo… El tono emocional basal de cada persona está, en buena parte, relacionado con asociaciones internas por medio de las que cada persona y cada pueblo crea el mundo. Así, por ejemplo, si a un niño se le permite que llore con frecuencia y que pase mucho tiempo sintiendo miedo sin causa, ésta o aquella emoción se le quedará de tono emocional basal, y casi cualquier cosa que le suceda en el futuro que salga de la rutina le va a despertar la tristeza o el miedo, o ambos, porque el automatismo interno le conducirá a tal estado. Si un niño llora o tiene miedo, no hay que negarle la experiencia emocional —las emociones siempre han de fluir, hemos de dejarlas salir—, sino que lo saludable es evitar que pase demasiado tiempo atrapado por esa emoción. La forma de hacerlo es facilitarle un nuevo estímulo que le saque de tal estado emocional. Si está llorando, no hay que impedírselo con el repetido: “No llores ¡Deja ya de llorar!”, sino dirigirle la atención a un estímulo positivo: “Mira esa foto donde está el abuelo riendo ¿Te acuerdas de ese día bonito que pasamos juntos?”. Hay que reconocer las emociones que experimentan los niños, jamás negárselas, pero evitando que estén mucho tiempo en un estado emocional doloroso o restrictivo. Repito, una cosa es negar o impedir una emoción o una repuesta infantil a un estímulo, y otra es despertar nuevas asociaciones a base de ofrecer estímulos constructivos y agradables.
A partir de los dos años, los chiquitines necesitan la atención de los progenitores de forma muy especial. Un niño que recibe suficiente cantidad de esta energía vital que denominamos ‘atención’ no llora, a menos que no sienta dolor, tenga hambre o haya otro motivo claro.
Una asignatura fundamental en nuestra Escuela de Vida, así como en todas las tradiciones dirigidas al cultivo del mundo interno y a la realización espiritual del ser humano, es la educación de la atención, reconocer la importancia de la atención y el control voluntario de la atención. Ciertas ideas actuales difundidas por un médico español llamado Eduard Estivill que se ha hecho popular, indican que cuando un niño llora, hay que dejarle llorar para que no se mal acostumbre… Me pregunto ¿Mal acostumbre a los brazos de mamá? Bueno, supongo que se lo hicieron de pequeño y, como suele suceder entre los humanos, ahora quiere martirizar a todo el mundo. Cuando un niño o una niña llora es que algo le pasa, así de simple. Para saber qué es lo que le pasa hay que prestarle atención, y atención verdadera, atención de calidad. Y eso, tanto es aplicable a los niños como los pre-púberes y púberes.
La atención es una energía vital que todos necesitamos para nuestro desarrollo sano, en especial durante la primera infancia cuando la atención de los adultos es una verdadera energía o nutriente fundamental para desarrollarnos. De ahí que, cuando un niño sufre de carencia de atención, desarrolla conductas compulsivas similares a las que se desarrollan a consecuencia de la carencia de cualquier otro nutriente. Es algo similar, por ejemplo, a lo que se registra entre los lejanos pueblos cazadores: cuando hay comida se come sin más, no se espera a ingerirlo a cierta hora acordada socialmente. Es de los primeros hechos que me sorprendieron cuando viví entre el pueblo shuar, en la selva amazónica. Cuando cazan alguna presa, la preparan y comen, sin más, a pesar de haber comido, tal vez, media hora antes. No saben cuándo van a volver a comer, si al cabo de unas horas o de dos días, así que cuando hay comida se come. No existe un orden horario que les permita prever cuándo llegará la próxima satisfacción a su necesidad.
Con la atención se desarrolla el mismo mecanismo conductual que con los demás alimentos: si se dispone de suficiente cantidad no nos preocupamos, establecemos una relación tranquila con ese nutriente y aprendemos a organizar nuestra alimentación. En referencia a la atención, es muy saludable que los niños sepan exactamente cuándo sus padres les van a brindar una cierta y razonable cantidad de atención de calidad. Su padre por un lado y su madre por otro, no juntos. Es útil y sano, por ejemplo, que cuando el padre regresa del trabajo al hogar dedique media hora a jugar con el hijo o con la hija, y durante este tiempo no haga nada más, ni responda llamadas, ni correos electrónicos, ni acepte visitas. “Durante todo ese rato, papá está conmigo y es para mí, sólo para mí, y durante ese otro rato es mamá quién está conmigo”. Con éste o similar hábito, los niños organizan internamente la satisfacción a su necesidad de atención y saben que cuando llegue el momento del día: “Papá me va a dedicar su atención y le podré pedir eso, o vamos a jugar a aquello que tanto me divierte”. Cuando no hay este orden, u otro similar, repito, es como cuando no se dispone de comida regular y uno va picoteando de aquí y de allá lo que puede y cuándo puede para satisfacer su hambre dolorosa.
Hemos de recordar también que es importantísimo comunicárselo al niño con total claridad: “Mira hija, a esta hora papá estará cada día por ti, la voy a dedicar a estar juntos. Y si algún día no puedo, ya sabes cómo es la vida de los adultos, no te preocupes porque el día siguiente seguimos con nuestro tiempo”.
En mi caso como padre, y por si sirve de ejemplo, desde que mi hija Adriana tenía tres años que, antes de dormir y al margen de otros tiempos a lo largo del día, le dedico un rato. Me siento al lado o a los pies de su cama, y revisamos el día, tranquilos, sin prisas y sin juicios, le animo a que me explique algo bonito que le haya sucedido durante ese día. A veces, ella está en la cama, yo estoy en alguna otra actividad y me llama para que vaya a su cuarto: “Eh, papá, que es mi rato. Ven para dormirme”. Y no sólo revisamos el día, sino que hablamos, y ella aprovecha para comentarme cosas de su vida de niña y me pide un cuento que improviso a diario, y que trato de que verse sobre algo que le ha pasado esa jornada para, si se trata de un problema, inspirarle una salida —tal vez algún día me anime a escribir un voluminoso libro de cuentos improvisados para echar una mano a otros padres. Con esta práctica, se pueden solucionar numerosos problemas relacionales.
Llegó un día, cuando Adriana alcanzó los 13 años de edad, que me acerqué por la noche a su cama, como era costumbre, pero ese día nos habíamos enfadado por algo cotidiano. Bueno, hasta aquel momento, nuestro tiempo era sagrado y no importaba que nos hubiéramos enojado por algo durante el día que acababa, el tiempo con papá de antes de dormir se aislaba y se mantenía limpio de los avatares de la vida cotidiana. Era un tiempo de intimidad, de calma y de seguridad para que Adriana se durmiera pacíficamente escuchando mi voz grave. Pero aquel día, cuando entré en su habitación, desde la cama, me soltó: “Papá, el cuento nocturno ya ha caducado”, con lo que entendí que mi hija había crecido y que, a partir de aquel momento, ya no habría más tiempo en su cama para intimidades paterno filiales, que necesitaba ese espacio y ese tiempo para ella misma. No hay problema, buenas noches hija.

III.

Otra pauta genérica para la buena educación de los hijos es que hay que evitar el tremendo “no”. Un estudio que se hizo en algún país nórdico —no recuerdo con precisión el lugar concreto ni la institución que lo realizó— mostró que en ese país a los niños se les dice 28 veces al día: “no”, imponiéndoseles la negación bajo innumerables maneras: “no puedes”, “no lo hagas”, “cállate”, “baja de aquí”, “no lo vas a conseguir”, “eres tonto”, “déjalo”, “apártate”, “¡no!”. Creedme, no es un buen sistema, y si en aquel civilizado y calmado país nórdico sucede esto, es fácil suponer que en el reactivo y apasionado mundo mediterráneo (Italia, España, Marruecos, Francia, Grecia y todos los demás) los “no” que escucha un niño a diario deben multiplicarse.
Naturalmente que, a veces, a un niño o a una niña hay que decirle “no”, y no tiene nada de malo. No obstante, la forma de educarlos para que se sientan seguros y se desarrollen hacia su realización como seres humanos, es apoyando sus iniciativas espontaneas o proponiéndoles actividades, incluso pequeñas responsabilidades, de acuerdo a su edad y disposición. Los progenitores deben estar amorosamente atentos y cuando a un niño por su propia naturaleza le sale hacer algo, cuando muestra una tendencia natural, hay que apoyársela sin invadirlo. No es tan complicado y no tiene nada que ver con satisfacer sus caprichos. Los caprichos infantiles son formas de llamar la atención de los padres, así que un niño que tenga la atención satisfecha, generalmente, no es caprichoso.
Pongo de relieve que debemos apoyar las tendencias espontaneas de nuestros descendientes… sin invadirlos. En ese caso, el resultado obtenido sería lo contrario a lo buscado. Si, por ejemplo, nuestra hija de ocho o diez años muestra interés natural por dibujar es adecuado facilitarle paulatinamente los recursos necesarios, papel de dibujo, lápices de colores y todo lo demás. Paulatinamente. Si al menor indicio de que le gusta dibujar, la niña se ve sepultada bajo cajas de acuarelas Sennelir o Rembrandt-Talens, dos de las marcas más costosas, y se le sienta ante una pirámide de cuadernos en blanco de papel Canson, lo más probable es que súbitamente se le inhiba toda tendencia al dibujo, como mínimo por el resto de su infancia. Apoyar las iniciativas naturales no es satisfacer caprichos.
Cuando un niño dice que se aburre —algo frecuente hoy día— hay que pensar que eso no tiene nada de malo, al revés. Es útil que se aburra un poco porque esto despierta la iniciativa y la creatividad. Esta pesarosa tendencia actual de darle de inmediato un juguete, un cuento, proporcionarle una Tablet o un teléfono móvil, es nefasto. Los niños deben aprender a estar sin hacer nada. Esta pésima costumbre está más relacionada con la culpabilidad de los padres por no dedicar tiempo de calidad a sus hijos, que con las necesidades reales de los descendientes.
El aprendizaje de poder estar un rato sin hacer nada es un verdadero salvoconducto al futuro éxito en sus vidas. Un niño o una niña que no sabe estar sin hacer nada, necesita que le llenen constantemente su tiempo. ¿Cuál es el precio por este permanente entretenimiento? La futura incapacidad para reflexionar, la trágica falta de temple y de paciencia, y el fracaso vital que se traduce en la moderna esclavitud industrial. Todo niño y toda niña debe aprender que todo, ahora y aquí no puede ser.
No sé si nunca habéis observado algo obvio y habéis pensado sobre ello: “¿A qué se debe que, en términos generales, los ricos de hoy están delgados y los pobres gordos?”. Los pobres en los países industrializados —repito que en términos generales—, comen más, más compulsivamente e ingieren comida-basura; en cambio, la gente de origen adinerado que nunca han tenido necesidad de comer rápido porque han tenido comida de sobras durante su vida, comen menos cantidad, más pausadamente y pueden comprar alimentos de mejor calidad —verduras ecológicas, carne bio, vino de calidad y todo lo demás— con lo que están más delgados que la gente con restricciones económicas.
(la segunda parte de la conferencia vendrá en unos días).
Dr. J.Mª Fericgla

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