Antropología del morir y de la muerte en Occidente

¿QUÉ MÁS SE PUEDE DECIR SOBRE EL MORIR?

Josep Mª Fericgla

Dr. en Antropología cultural y social

Fundació J. Mª Fericgla

Societat d’Etnopsicologia Aplicada

 

La vida no es la suma de todo lo que está vivo; 
la vida es la esencia de todo lo que está vivo.
K. Graf Durckheim, 1999.

I.

       Resulta que se ha escrito tanto sobre la muerte, con tanta sabiduría, profundidad e inspiración, que es prácticamente imposible expresar algo con un mínimo interés que no se haya dicho ya. Habría que tener nueva información sobre el morir, o ser un genio, que no es mi caso. Sobre el viaje final, como es de todos sabido, han escrito largamente poetas inmortales, filósofos de gran penetración, científicos de renombre, místicos sutiles, gurúes de la trascendencia, antropólogos, médicos, amas de casa, políticos, compositores, psicólogos, muertos revividos… ¿Qué más se puede añadir por escrito? Es cierto que, con frecuencia, imparto conferencias sobre diversos aspectos del morir, tanto en calidad de antropólogo como de creador y director de ritos actuales a los que denominamos «talleres transpersonales», cuyo objetivo es ofrecer una experiencia de disolución y regeneración del yo. Pero una cosa es impartir una charla donde la inmediatez del ahora, esto y aquí predomina, y otra cosa distinta es escribir sobre el morir no sabiendo por quién, cuándo ni dónde será leído, lo cual exige más sensatez. 

       No obstante, me comprometí con el editor de este libro a redactar uno de los capítulos y, aunque con cierta vergüenza, voy a cumplir mi compromiso de la manera más digna que me sea dado.

II.

       La consciencia de la propia muerte es uno de los tres elementos diferenciales entre los humanos y el resto de animales, y de tal comprensión emana el miedo al final como parte fundamental de la vida humana. «Cuando uno se acerca a la expectativa de la muerte   —escribió Platón— aparece el miedo y la preocupación por cosas no pensadas anteriormente» (PLATÓN, República, 330d). En este sentido, la consciencia del ineludible morir es la principal fuente de ansiedad y origen mismo de la neurosis, entendida como pérdida del sentido de la vida. Por ello la muerte está insertada en cada momento y en cada recodo de la vida cotidiana de las personas, la tengamos presente o no, y, justo por eso, la vida tocada por la muerte es la consciencia del tiempo.

       Sólo nos salvamos de tal desazón durante los ocho o nueve primeros años de existencia, época dichosa en que aún no se ha desarrollado la capacidad de abstracción que permite entender el significado de «desaparecer para siempre». No obstante, no todo es bloqueo y negatividad ante la humana consciencia de la propia muerte ya que, como han puesto de relieve la moderna psicología y las religiones en general, a pesar de la infinita estupidez humana, un cierto discernimiento de la propia finitud tiene sus ventajas al frenar la prepotencia y la vanidad de las personas, al nutrir las motivaciones del día a día, despertar la creatividad, desplegar el instinto de conservación, despertar el interés y la búsqueda de la Fuente, y generar otras reacciones que ayudan a vivir con prudencia y plenitud.

       Por otro lado, a pesar del moderno rechazo y hasta pánico que, desde los años 1930, ha despertado la visión del final ineludible  —especialmente en el mundo urbano industrializado y desespiritualizado— (1), se observa que desde poco antes del cambio de milenio la muerte y el proceso de fenecer están despertando una ola de interés y de curiosidad en el Occidente tanatofóbico —este mismo libro es una muestra de tal renovado interés—. Por ello, y a falta de recursos culturales prácticos propios, se han importado cosmovisiones orientales y creencias exóticas, como el budismo tibetano o el chamanismo amerindio, para paliar el pánico que produce la visión del tránsito final. No obstante este creciente interés, la muerte sigue siendo fuente de terror universal, pocas personas pueden pensar en morir sin angustiarse. 

       Ante el tremendo cambio que comporta la defunción anunciada como amenaza a todo lo conocido, la humanidad ha puesto en marcha el arma más potente de que dispone: el poder del imaginario, la creatividad. Hemos creado realidades simbólicas que oponer a la angustia de la desaparición y éste es el origen social de las religiones. Prácticamente, todas las culturas tradicionales han enseñado a elaborar la muerte en forma de diálogo con la vida misma, generando mundos simbólicos en el más allá que se pueden construir y manipular a partir de las acciones realizadas durante la vida del sujeto. Tal proceder universal queda reflejado en textos sagrados tales como el Bardo Todol tibetano, el Libro Egipcio de los muertos, la Biblia, y en tradiciones tales como los Misterios Eleusinos de la antigua Hélade, la doctrina antroposófica, el sufismo, el Cuarto Camino y demás. 

       Desde las lejanas épocas de la Prehistoria, pues, el ser humano ha dado sentido a la muerte a partir de la vida y viceversa, relacionando la vida y la muerte en un diálogo eterno e ininterrumpido. El ethos y el eidos de cada cultura animan a hacer el bien, a defender la verdad o a conquistar poder personal durante la vida terrena  —dentro del relativismo de tales valores—  para crear un alma eterna que perdure tras la muerte del cuerpo. Repito, éste es el objetivo social o exotérico de las religiones, a la vez que es el contenido místico y la dimensión esotérica de la vida para aquellos iniciados capaces de penetrar vivencialmente en tales dimensiones de la realidad no visibles para la mayoría de la gente. Los ritos son la puerta que conduce a las experiencias iniciáticas y a la adecuada preparación para la muerte, como describiré más adelante.

       Las creencias funcionan como una realidad psíquica. Son construcciones simbólicas que no tienen relación explícita con la realidad material externa, pero no por ello son menos realidad, y valga aquí el uso de este término tan traidor. 

       De ahí, la imperiosa y urgente necesidad de crear nuevas formas rituales de validez actual que permitan tener una experiencia subjetiva de la propia muerte, que impulsen la creación de acontecimientos sagrados que vengan a enriquecer la vida misma. Ésta es la función que han cumplido tradicionalmente los ritos de paso, ritos iniciáticos o ritos de transformación (ZOJA, 2013). 

       En este sentido, los ritos de paso clásicos, en su esencia, ofrecían un aprendizaje para el buen morir y para guiarse después de la muerte. Cada uno de ellos era un ejercicio de disolución del ego psicológico, de disolución de la identidad y de transmutación de los automatismos que rigen la vida interior de la persona iniciada. Cada rito suponía una experiencia de trance que permitía a las personas regenerarse y resurgir a una nueva realidad individual —y a veces, también social— a partir de la propia experiencia individual (sobre este tema, sugiero ver la interesante obra de Walter Burkert, Cultos mistéricos antiguos, BURKERT 2018). Éste es el objetivo de los talleres catárticos, propulsados por la técnica de Respiración Holorénica, que dirijo desde el año 1996 (ver “Taller para Despertar a la Vida a través de la Muerte” y otras actividades en www.josepmfericgla.org). Se trata de verdaderos ritos iniciáticos actuales que, tras una experiencia catártica con resolución extática, permiten a las personas tomar consciencia e incorporar a su vida interna la vivencia de la disolución de su identidad cotidiana, o dimensión condicionada de su ser a la que se suele denominar «ego». Es la vía natural de prepararse para una buena muerte resuelta por el propio sujeto, y es mi granito de arena para tratar de mejorar el mundo. 

       La decisión del momento correcto para morir forma parte de la naturaleza humana, a pesar de que actualmente nos hemos dejado sustraerla. Es bien sabido, por ejemplo, en hospitales y residencias de ancianos que, a menudo, hay moribundos que esperan durante semanas la visita de un ser querido para despedirse y, acto seguido, expirar. O enfermos terminales, incluso en estado de coma, que claramente aguardan a estar solos en la habitación para dejar este mundo: las cosas importantes se hacen mejor en soledad que mal acompañados.

III.

       Durante milenios, el óbito ha sido pensado como un acto natural e imprevisible, pero sobre el que el propio sujeto tenía un cierto control. Incluso, en numerosas culturas, cada persona podía decidir el momento de acabar su recorrido biográfico. «Hoy es un buen día para morir» no era una mera frase vacua entre numerosas etnias indígenas americanas, ni entre los inuit árticos, ni entre los tradicionales gallegos de la Península Ibérica donde la persona anunciaba con un eu morro («voy a morir») que había decidido expirar; los familiares respetaban la decisión y el anciano o el enfermo grave se encerraba en su habitación a esperar que la muerte se le llevara. Actualmente, esta decisión voluntaria de entregarse a la muerte la vemos, por ejemplo, entre los musulmanes que entregan su vida en un acto suicida, la yihad, defendiendo sus creencias religiosas (2)

       Alguien perspicaz se puede preguntar: «Y… ¿cuándo perdimos la capacidad para actuar volitivamente en el morir?». Fue con la difusión del cristianismo, en especial a partir del siglo VI. Se extendió la idea del monoteísmo, de un dios único, dueño y señor absoluto de nuestra humana existencia, con lo que las personas quedaron sin el derecho a disponer libremente de su vida. La existencia pasó a ser propiedad divina y, por ejemplo, se empezó a penalizar el suicido y a concebir que todo lo esencialmente bueno nos llega de fuera. El bienestar lo debemos a Dios, la Gracia divina, la vida, la fortuna, los hijos, la salud, el poder personal y el destino se considera que también dependen de Dios, y nuestra libertad se ciñe a aceptar o no lo que el Creador dispone para cada persona. En este sentido, el cristianismo protestante incluso ve con muy buenos ojos a las personas que consiguen amasar una fortuna material, entendiendo que es la evidencia de que Dios aprueba sus acciones, un tanto al margen de cómo haya amasado la fortuna  —factor que los católicos valoran en extremo, y como es difícil enriquecerse respetando los valores morales centrales del cristianismo, amor y caridad, los católicos convencionales no suelen ver con muy buenos ojos las personas que se enriquecen rápidamente, a pesar de la envidia que puedan generar.  

       La ideación de que todo lo bueno e importante en la vida llega de fuera, determina el carácter básico del occidental medio que no suele buscar poder personal sino aceptación pasiva ante la muerte, más allá de cumplir los dictámenes morales bíblicos, y tal pasividad incluye el llamado encarnizamiento médico, permitiendo que sea el equipo médico quien decida cómo tratar al moribundo. Afortunadamente, cada vez son más las personas que realizan un testamento vital, indicando en una acta notarial cómo quieren  —o no quieren—  que sea tratado su cuerpo en caso de perder la capacidad para tomar decisiones.  

       En sentido opuesto, por ejemplo, vemos los sistemas culturales chamánicos, propios de sociedades animistas, donde las personas derivan lo bueno de su propio poder, carisma, esfuerzo y temple personal, y donde lidian para obtener el máximo poder personal de cara a una supervivencia post mortem (véase la primera parte de FERICGLA, 2018).   

       Con la cosmovisión cristiana, en cierta forma, se perdió la dignidad del ser humano a la hora de morir, ya que expirar pasó a depender de la voluntad divina y, con ello, las personas dejaron de ser verdaderos antecesores de las nuevas generaciones. «Antecesor» es una bella palabra que proviene del latín antecesor, de ceder, y se refiere al que está antes y cede su espacio físico y vital a los descendientes. Con la vida entendida como propiedad absoluta de Dios, uno no cede nada por propia decisión, sino que simplemente se somete a la voluntad divina.

IV.

       Tras dirigir durante más de dos décadas experiencias verificadamente muy similares a las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), talleres por los que han pasado miles de personas, tengo el pleno convencimiento que morir no implica un final ni tampoco, como se suele decir, una batalla perdida por parte de la medicina. Me pregunto ¿batalla perdida ante quién? ¿Ante Dios, ante el universo, ante los virus, ante el tiempo o la vida pasada que implica un inevitable declive? En el universo, y aunque es una verdad consabida, toda naturaleza y todo fenómeno tienen fecha de caducidad, incluido el universo mismo, y ello no implica una desaparición absoluta, sino que desde la más remota antigüedad se sabe que todo sigue la ley de Chronos, la ley del cambio permanente. El tema humano, especialmente en Occidente, es que lo olvidamos y nos centramos en los breves instante en que «detenemos el mundo», otorgando máxima importancia a los estados por breves que sean, en lugar de dárselo a las translúcidas transiciones que, en realidad, son lo importante y ocupan la mayor parte de la existencia.

       De entrada, no sabemos de forma incuestionable si tras la muerte individual sobrevive algo o no. A pesar de las explicaciones psicoanalíticas  —que tienen parte de certeza—  sobre el miedo a morir y sobre las fantasías que genera el ser humano para compensar tal terror, es difícil aceptar que prácticamente todas las religiones, todos los grandes Maestros de la humanidad y todos los sistemas espirituales se equivocan al afirmar la existencia de aquello que los humanos denominamos alma, espíritu, voluntad de ser, consciencia atemporal, ser incondicionado, esencia, ruhi, arútam…. Según afirman las diversas tradiciones, estas entidades —suponiendo que no sean la misma con diferentes nombres— sobreviven al cuerpo cuando éste deja de funcionar orgánicamente. Y no es una mera convención tradicional, sino que también las modernas investigaciones sobre Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), trabajos encabezados por el cardiólogo Pim van Lommel  —por mencionar sólo uno de los más conocidos científicos clínicos— (LOMMEL, 2013), han puesto objetivamente de relieve que no hay un final absoluto. Que, por lo menos en la quinta parte de las personas investigadas, se ha verificado que individuos clínicamente muertos que han sido recuperados por nuestros cardiólogos describen con todo detalle lo que ha sucedido a su alrededor, incluso en estancias lejanas, durante su periodo de muerte. De ello se concluye de forma bastante inequívoca que, a pesar de la muerte del cuerpo, la consciencia de tales personas resucitadas ha seguido percibiendo, discriminando y recordando lo acaecido.

       A estas investigaciones, cada día más replicadas por diversos especialistas que obtienen resultados parecidos a los de P. van Lommel (por ejemplo, Sam Parnia y Peter Fenwick, Bruce Greyson, Alexander Eben o Birk Engmann), se oponen las críticas de otros médicos y neurólogos quienes afirman que, si estas personas pueden ser revividas, y aunque las pruebas clínicas actuales los den por cadáveres, se debe a que no estaban realmente muertas, ya que la muerte es, por definición, un estado irreversible.

       Sea como sea, resulta más objetivo referirnos a los muertos como a «los ausentes», ya que ignoramos de forma incuestionable si al expirar desaparecemos por completo o si alguna parte de nosotros mantiene una cierta consciencia de nuestra existencia, de nuestra identidad, durante un cierto tiempo. Lo que sí sabemos es que se han marchado, que están ausentes. En este sentido y en referencia a la pervivencia material del cuerpo, no hay la menor duda de que no desaparecemos en absoluto. Como mínimo, el ADN pasa a nuestros descendientes y, más allá del ADN, la materia de que estamos hechos se descompone en sus elementos básicos y retorna al espacio donde, tal vez dentro de dos millones de años, será atrapada por una nueva fuerza gravitatoria y, durante un tiempo imponderable más, formará parte de otra masa.

       Como anunció Carl Sagan, dentro de cada uno de nosotros corre polvo de estrellas, y no es una metáfora. El hierro, por ejemplo, es un elemento fundamental en la hemoglobina que llevamos en la sangre y esas mismas partículas de hierro se forjaron en los hornos nucleares de unos soles ancestrales, estrellas que iluminaban las nubes cósmicas muchos millones de años antes de que existiera nuestra propia estrella, el Sol. Más tarde, esas partículas de hierro se aglomeraron dando forma a un cuerpo celeste al que llamamos Tierra, y así hasta formar parte de nuestra sangre. Repito, por nuestras venas corre literalmente el hierro originado en las estrellas. 

       ¿Cómo se da este recorrido? Recogiendo la entrañable explicación del arqueólogo y astrónomo británico Adam Ford (FORD, 2017), resulta que los elementos más pesados del interior de toda estrella escapan de ella al ser empujados hacia la superficie por las fuerzas centrífugas, y acaban flotando por el espacio interestelar donde tales partículas son transportadas por vientos calientes que las esparcen y las dejan vagando durante eones (3). En algún momento, lejanas y misteriosas fuerzas gravitatorias atraen tales partículas y las unen formando otros soles, otros planetas y otros cuerpos orgánicos e inorgánicos que llenan tales planetas. En nuestro caso, tras pasar muchos millones de años a la deriva por los oscuros rincones del espacio, hace 4.500 millones de años ese polvo de estrellas participó en la creación de un nuevo sistema solar cuando la gravedad lo aglutinó para formar nuestro Sol y los planetas atrapados en su órbita. 

       Así es como cada uno de los 10.000 cuatrillones de átomos que forman nuestro cuerpo tiene una larga historia cósmica, y sólo por un brevísimo instante en su viaje, tales átomos se agrupan para formar a cada uno de los humanos que existen y que han existido. Somos estructuras temporales hechas de partículas intemporales.

       Otro ejemplo de la perennidad de nuestro cuerpo material, en contra de las apariencias, lo podemos entresacar de los átomos de carbono. Los átomos de carbono, al igual que los de silicio y otros, pueden formar cadenas moleculares con otros átomos, por tanto, son imprescindibles para el desarrollo de la vida y de nuestro cuerpo. Tomado del apasionante relato de Primo Levi sobre la microhistoria de un átomo (LEVI, 2014), podríamos seguir el rastro de un átomo de carbono que queda atrapado durante millones de años en la pared caliza de un acantilado terrestre. En cierto momento de su larga historia, un martillo lo libera de ahí y es trasladado a un horno de cal. Con la incineración de la caliza, el átomo de carbono se une a dos átomos de oxígeno y escapan al aire, convirtiéndose en dióxido de carbono. En este nuevo estado recorre el mundo innumerables veces, arrastrado por los vientos atmosféricos, hasta que el átomo de carbono en cuestión consigue llegar al suelo en la región del Ampurdán catalán. Ahí se convierte en parte de una vid, y a través del zumo de la uva salta al sabroso vino de la copa que yo ingiero tras un brindis fraterno. Ese átomo de carbono se ha convertido temporal y literalmente en una pequeña parte de mí.

       No, no es absurdo ni ficticio pensar que varios de los átomos de carbono que hoy forman mis cabellos o que están en la punta de los dedos con los que estoy escribiendo este texto, hayan pasado un tiempo en el cuerpo de un dinosaurio, formando parte de una flor amazónica o, incluso, que pasasen un periodo de su historia como minúsculos elementos de las primeras criaturas unicelulares que poblaron los océanos hace 3.000 millones de años. 

       ¿Dónde queda la idea de la desaparición tras la muerte? ¿Qué desaparece? ¿Será que tal vez sólo se evapora esa vaga sensación de identidad que denominamos «ego»? ¿Será que esa sensación de identidad sólo se disuelve si previamente, durante el breve instante de vida terrena que experimentamos como «nuestra vida», no hemos realizado el esfuerzo para nutrir una dimensión consciente que no dependa de los estímulos que nos llegan y de las respuestas inconscientes a tales estímulos? El psicólogo junguiano James Hillman, especialista en psicología de los arquetipos, usa la bella expresión de «crear alma» para referirse a esta creativa tarea que, a fin de cuentas, creo poder afirmar que es el objetivo de toda vida humana con sentido (HILLMAN, 1999). Gurdjieff y el sufismo coinciden de alguna manera con J. Hillman al afirmar que la vida terrena nos es dada para desarrollar un alma que perviva al cuerpo material, que el cuerpo es la herramienta de que dispone la consciencia espiritual para tener sensaciones y experiencias con las que evolucionar. El jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, lo anunciaba así: no somos seres materiales en busca de un alma espiritual, sino que somos seres espirituales que hemos venido a la Tierra para tener una experiencia material.

       El cristianismo popular habla de purificar el alma para quedar en la eterna bondad una vez fenecidos: no anda lejos de lo anterior.

V.

       Por todo ello, cuando hablo de la muerte en tanto que experiencia humana, cuando explico a las personas que participan en los mencionados talleres o ritos iniciáticos que dirijo desde 1996, qué pueden esperar, lo que me surge para centrar el tema es algo tan simple como decir: «¿La muerte? pues… relajaos, no hay para tanto».

       El trance final implica una mutación muy profunda de la existencia individual, la transformación más profunda que atravesamos desde el nacimiento y, como toda metamorfosis, requiere de preparación para circular por ella con una cierta sagacidad que ayude a no perderse durante el estado liminal. 

       La visión de la propia la muerte, en el Occidente actual, está divida de acuerdo a dos grandes tipos de reacción: a) aquellos que luchan contra el final ineludible usando el arsenal de armas que facilita nuestra sociedad  —desde la simple medicina geriátrica hasta la crionización de los cuerpos esperando resucitar algún día—; y b) aquellos que no quieren saber nada del óbito, niegan la muerte, giran su mirada en otra dirección y defienden que lo mejor es morir mientras duermen para no tener la menor consciencia del tránsito. 

       Ni una cosa ni la otra. No hay para tanto. La muerte es un tránsito sobre el que es posible tener un cierto control, es una profunda transformación que puede acabar de diferentes maneras y para que acabe bien uno debe prepararse con anterioridad (BLACKMAN, ed. de 2012). Quien quiera participar en un largo paseo a caballo, no debe esperar el momento de galopar para aprender a montar. 

       En España hay una marcada tendencia a apartar la mirada de lo ineludible y a ignorar la preparación para el vuelo final. Algunos datos extraídos de mi investigación Envejecer, una antropología de la ancianidad (FERICGLA, 2009) ilustran la realidad: 

       —el 42,25% de los entrevistados, hombres y mujeres de 63 años o más de toda España residentes en Cataluña, dicen no pensar nunca en la muerte, y otro 29,5% piensa muy poco en ella. Es decir, se puede afirmar que el 71,75% de los individuos naturalmente próximos a morir desvían su atención hacia otros temas.  

       —el 78,4% no realiza ninguna práctica para prepararse para morir, y otro 17,8% simplemente rezan o van a misa. Teniendo en cuenta el catolicismo tan arraigado como poco profundo que hay en el segmento de edad estudiado —63 años y más—, no es descabellado suponer que la suma de ambos porcentajes, el 96,2% de la muestra, en realidad no hace nada o casi nada para prepararse para el final.  

       —finalmente, otro dato indicativo: al 50,3% de los entrevistados no les da miedo hablar de la muerte, pero no hablan nunca de ella o muy ocasionalmente.

VI.

       Tradicionalmente, las religiones se habían ocupado de preparar y guiar el tránsito final. Ésta era la función fundamental que realizaban y para ello mantenían el monopolio de los ritos iniciáticos. Repito lo dicho anteriormente: los ritos iniciáticos, de regeneración o de transformación implican universalmente una experiencia de muerte y de renacimiento, experiencia que en antropología denominamos «liminal», vocablo que viene a significar «fuera de las leyes habituales» (4). De hecho, el sentido y función de todo rito es enmarcar y guiar un proceso de transformación cuyo núcleo es un estado liminal, de desmembración. Si no se aspira a un cambio real, a la muerte y regeneración de algo sin que haya posible vuelta atrás, el evento puede ser una ceremonia, una fiesta o una celebración, pero no tendrá la sagrada calidad del ritual. 

       Hace siglos, tal vez hasta un milenio, que el cristianismo perdió la capacidad para guiar la experiencia del morir y renacer, a pesar de que, simbólicamente, sigue manteniendo el monopolio oficial de ello. Es una religión desactivada de los conocimientos prácticos y con capacidad de transformación real que constituyen el verdadero leitmotiv de toda religión. 

       Hace poco asistí a una ceremonia católica en un conocido templo catalán, la basílica de Montserrat. Me gusta ir una o dos veces al año y sumergirme en la atmósfera calmada, limpia y de estricto recogimiento espiritual que mantiene la comunidad benedictina que rige el templo, a pesar del turismo casi masificado que lo frecuenta. 

       Al acabar la Misa me di cuenta de una secuencia de hechos en los que nunca me había parado a pensar. Casi todo el desarrollo de la ceremonia  —stricto sensu, la Misa es una ceremonia para celebrar la unión de sus fieles, no un rito donde se busca una verdadera transformación—  está focalizado hacia el momento místico de la consagración durante la cual el sacerdote pronuncia las palabras de la institución de la Eucaristía por las que el pan y el vino se identifican con el cuerpo y la sangre de Cristo. En los primeros siglos del cristianismo no era un mero fenómeno de identificación simbólica como hoy, sino que los creyentes real y materialmente ingerían una substancia enteógena (5) que les proporcionaba una verdadera experiencia mística o vivencia de la divinidad (6), de la vida eterna y de la muerte. 

       El rito cristiano original estaba orientado a la transformación del ser interno de los devotos, a prepararlos para el traspaso por la vía de vivenciar la disolución creativa del «yo» individual, más toda la carga trascendente que conlleva el hecho de experimentar en uno mismo la atemporal grandiosidad divina. Por tanto, en su origen, lo fundamental no era lo que sucedía antes de la consumación del rito —la Comunión—, como sucede hoy, sino que lo nuclear era lo que sucedía tras la Comunión, tras consumir colectivamente el enteógeno en forma de sagrada Hostia. 

       Incluso el vocablo Misa se refiere a ello. De origen latín, missa, se ha utilizado desde el siglo VI o VII para describir la celebración católica de la Eucaristía, y viene a significar «vayan». La frase completa es Ite, missa est, que pronuncia el sacerdote para concluir la celebración y significa literalmente «Vayan, ha sido enviado».

       Como desde hace más de un milenio no sucede nada tras consumir la Hostia, a diferencia de lo que sí acontece cuando se consumen sagrados enteógenos, la ceremonia acaba pocos minutos después de distribuir la Comunión entre los fieles y decirles «Vayan». ¿Para qué seguir si no hay más? E igualmente alguien se puede preguntar: ¿Para qué oficiar con el sacerdote mirando hacia la Presencia y dando la espalda a la congregación de fieles, como se hacía en la Misa Tridentina o forma antigua de oficiar, si en realidad no hay Presencia? (7) 

       Cuando una persona espera participar de un tiempo y de una vivencia sublimes o, como se denomina actualmente, transpersonal, lo importante es justo ese tiempo, no el tiempo de la preparación —sin menospreciar la absoluta necesidad de ello. Cuando los quichuas andinos, los shuar y achuara amazónicos toman ayahuasca, cuando los seguidores de la nueva religión brasileña del santo Daime o de la UdV comulgan con la dosis adecuada de Daime, cuando los bueti de Guinea ecuatorial ingieren la tremenda iboga, cuando los huicholes mexicanos comulgan con el amarguísimo cactus del híkuri (peyote) —la forma de comunión de cada una de estas colectividades—  buscando una experiencia sagrada para ordenar sus vidas y su muerte, no se retiran del evento a los pocos minutos. Al contrario. Ahí empieza la larga y transformadora vivencia de disolución de su psique ordinaria, de su ego en términos psicológicos; a partir del consumo del enteógeno acontece la experiencia consciente de la muerte y la consecuente sanación del pánico y de la neurosis de una humana existencia sin sentido. ¿Cómo van a marcharse entonces del recinto sagrado que los acoge? Al contrario.

       Como he apuntado antes, me sorprendió constatar que, durante la Misa, una vez ingerido el presunto agente que ha de permitir la comunicación directa con la divinidad, la Hostia, justo entonces acaba la ceremonia y los fieles abandonan el templo a los pocos minutos. En una práctica religiosa activada, repito, ahí comenzaría la parte más intensa, sagrada, extensa y santa de todo el rito, ya que es cuando acaece la vivencia consciente de la muerte y la consecuente pérdida de terror a esta oscura realidad.

       La conclusión obvia  —a grandes rasgos— es que la religión católica favorece la obediencia a la jerarquía eclesiástica, alimenta la profunda fraternidad entre sus fieles por medio de las ceremonias y mantiene un orden social y moral cargado de simbolismos, pero no prepara a nivel práctico para la muerte por medio de una vivencia real que pueda ser elaborada por cada persona. 

       Con esto quiero decir que los ritos iniciáticos o ritos de transformación  —no las ceremonias, insisto— preparan para el encuentro con la muerte, y esta dimensión práctica es la que ha perdido el cristianismo como religión basada en dogmas de fe y en textos ecuménicos, no en experiencias personales, tal vez, excepto el cristianismo ortodoxo y copto donde se acepta la comunicación directa entre la divinidad y el sujeto, sin la intermediación forzosa del sacerdote. 

       La constatación de que los ritos son la preparación para el óbito ya viene de antiguo, es la parte práctica de la sacralidad. En palabras de Plutarco, mucha gente «piensa que algún tipo de iniciaciones y purificaciones les ayudarán: una vez purificados, creen, continuarán jugando y danzando en el Hades en lugares llenos de claridad, de luz y de aire puro» (PLUTARCO, Non posse, 1105b). Así, los misterios clásicos afrontaban las necesidades prácticas incluso en sus promesas de una vida futura, algo que ha desaparecido en las religiones occidentales y que debemos recuperar por nuestro bien y por el de nuestros sucesores. En los antiguos misterios, la dimensión curativa que ofrecían (curaciones e inmunizaciones reales) y la supuesta garantía de beatitud y fuerza después de la muerte constituían una verdadera unidad. 

       Para comprenderlos no basta con apelar a los múltiples niveles de significado de un mero simbolismo, algo a lo que estamos acostumbrados los occidentales al tratar temas espirituales y religiosos. No sirve. Hay que mantener la idea central de que todas las iniciaciones eran verdaderas experiencias de muerte y resurgimiento, de manera que el óbito y la salvación posterior ya eran anticipadas en el ritual. Con ello, la muerte real se convierte en una repetición de menor importancia de algo ya conocido (BURKERT, 2018, pág. 45). De ahí, que el camino actual para rebajar el pánico a morir y aceptar el tránsito final como parte del devenir de la vida, consiste en recuperar los ritos extáticos y una cosmovisión válida que los enmarque. Nos hemos dejado robar los ritos iniciáticos y, con ello, llegó el pánico al Hades, dios del inframundo, el pánico al morir que, desde luego, manipulan los Estados en beneficio propio.

VII.

       Una vez visto lo anterior, uno puede continuar preguntándose: «¿Por qué concebimos la muerte como fracaso, si es algo ineludible, incluso deseable a partir de cierta edad y cuando el estado físico y/o mental del sujeto ha decaído tanto que no merece la pena seguir viviendo? ¿Por qué cuesta tanto ser sinceros con los moribundos y comunicarles un pronóstico médico cuando avisa del final ya próximo? ¿No sería mejor, de más sentido común, ayudar a los moribundos a concluir su paso por el mundo en lugar de interceptar toda información realista para que no lo sepan?».

       El enemigo del desahuciado no es la muerte contigua a cada espiración que hace, ni siquiera es la enfermedad, sino que, como describió el genial Leon Tolstoi en La muerte de Ivan Illych, el peor adversario del moribundo es la soledad que produce el engaño, el disimulo y el silencio de los seres cercanos conocedores del poco tiempo que le queda al moribundo, pero que se niegan a hablar del tema a causa del terror que les despierta ver ahí su propio final. No obstante, creedme, todo moribundo sabe horas antes y con precisión, cuándo va a expirar.

       En la actualidad, hay pocas personas que puedan incorporar la muerte en su camino vital con serenidad y consciencia. Entre otras cosas, debido a la práctica desaparición de los moribundos y de los cadáveres. La mayoría de gente sólo ve algún cadáver humano en una o dos ocasiones a lo largo de su vida, el muerto es una anomalía en la vida, y se suele estar tan abrumado emocionalmente que no se puede soportar la imagen por mucho rato. En términos estadísticos generales: un 60% de los españoles mueren en los hospitales, un espacio aséptico alejado de la vida familiar del que los cadáveres salen maquillados y arreglados para que «parezca que está vivo»; un 10% mueren en instituciones diversas (asilos, residencias, casas de religiosos), y sólo un 30% fenecen en su casa.

VIII.

       Por otro lado, el morir se concibe como fracaso porque ataca el núcleo mismo de la cosmovisión occidental dominante. En primer lugar, la muerte es imprevisible, nadie sabe cuánto tiempo de vida le queda, a pesar de las estadísticas que indican que, por ejemplo, en España la esperanza de vida está en 83,3 años, las mujeres con cinco años más que los hombres. Y la previsibilidad es justamente uno de los pilares de la civilización: acabo de comprar un pasaje para un avión que despegará dentro de dos meses, tres semanas y cinco días, a tal hora y desde tal lugar para trasladarme a tal otro lugar. Poder prever tranquiliza, calma la ansiedad y da seguridad a la persona, a la vez que debilita el carácter y disuelve el temple, entendido como la capacidad para gravitar sobre los imprevistos y los contratiempos sin desviarse del objetivo. Asumir la muerte con dignidad exige temple y ser capaz de estar siempre disponible para lo imprevisible, algo que disgusta a la mayoría de la gente. 

       En segundo lugar, además de imprevisible, la muerte es misteriosa, nadie sabe con precisión lo que ocurre tras la última exhalación, y si alguien puede hablar de ello son sólo los iniciados, colectivos herméticos a la mayoría. De nuevo nos encontramos con la necesidad de ritualizar el misterioso óbito (el vocablo «misterio» proviene del griego mystérion, a su vez derivado de mystés, iniciado, persona que ha participado en los ritos o cultos mistéricos). Los occidentales, en términos generales, no somos amantes de los verdaderos misterios, de lo desconocido, de cerrar los ojos y adentrarnos en el camino oscuro. Con ver el misterio domesticado y en la pantalla, donde sabemos que todo acaba bien, es suficiente. 

En tercer lugar, la muerte es disolutoria. Tras la marcha del mundo no queda nada de nosotros, ni las redes sociales que hemos tejido, ni las posesiones materiales, ni la sensación de identidad que denominamos «yo», ni los gustos y preferencias culinarias, ni el placer sexual… Sin la menor duda, la muerte conlleva la disolución social, corporal y psíquica, hecho que genera ansiedad.

       Así pues, si aceptamos que tres de las características objetivas de la muerte son la imprevisibilidad, el misterio y la disolución, en consecuencia, debemos aceptar que se opone frontalmente a los valores centrales del mundo occidental: la seguridad, la previsibilidad y el egocentrismo. Y el final ineludible acaba también con la gran práctica que determina la vida en nuestras culturas: el consumismo. Morir acaba con la posibilidad de seguir consumiendo y la gente siente pánico ante la perspectiva de abandonar esta praxis cultural que ha constituido el centro de su vida. Hemos elevado la economía a nivel de teología consiguiendo que el consumismo se mantenga incluso tras la muerte del sujeto en forma de flores y gastos del sepelio, maquillaje del cadáver, costosos coches de acompañamiento, funerarias y todo lo demás.

       Para acabar, insisto en que vivir en una sociedad desritualizada conlleva que nos hayamos dejado robar el derecho a morir con dignidad, a modular el traspaso a partir de una vivencia previa y de una decisión personal, y también nos hemos dejado despojar de la parte más importante, que dejo para otro escrito: del proceso de morir. A fin de cuentas, lo importante no es morir  —que consiste en soltar el aire y no inhalar más—, sino que lo fundamental es el proceso del moribundo, los morituri romanos. La mayoría de la gente siente pánico  ante la impermanencia, ante el no-estado, y un moribundo no es completamente ni un vivo ni un muerto, es un ser liminal. A la mayoría, la transitoriedad les parece dolorosa y tratan constantemente de hace cosas para rehuirla, pero la impermanencia es un principio de armonía cuando no luchamos contra ella. Aceptándola es cuando estamos más en armonía con la realidad, con la vida, con el amor y con la muerte. La mayor parte de sociedades no occidentales creen en la «interconexión» entre las cosas, más que en las «cosas» en sí mismas. Celebran ritos y ceremonias justamente para señalar las transiciones, no las estabilidades: celebran el nacimiento, la muerte, las entradas y salidas, una batalla, los cambios de estación, no los estados fijos.

       Así pues, los occidentales actuales tenemos el deber histórico de recuperar el proceso previo a la muerte, de reconocer a los moribundos, de tejer un puente que puede empezar años antes del final ineludible y cuya preparación no tiene nada de tétrico ni de patogénico. Una vez pasado el ecuador de la mitad de la vida, el único objetivo serio para todo ser humano es prepararse para tener una buena muerte. Éste es el único propósito que nos puede mantener vivos, y ésta no es la pregunta, sino que es la respuesta misma.

 

NOTAS

1) La década de los años 1930, comprendida entre enero de 1930 y diciembre de 1939, estuvo determinada por la llamada la Gran Depresión, provocada por el Crac del 29. Esta tremenda crisis de alcance mundial provocó fuertes tensiones sociales y políticas que auparon la aparición de dictaduras como la de Hitler en Alemania, Franco en España, Mussolini en Italia o Metaxas en Grecia, surgimiento de totalitarismos que acabó en la II Guerra Mundial, dando lugar al existencialismo desesperanzado.
2) El término árabe yihad, cuya traducción al castellano es «esfuerzo», tiene dos acepciones: a) la yihad menor, de inspiración violenta en la que se intentan legitimar los yihadistas, y b) la yihad mayor, de interpretación espiritual, que representa el esfuerzo que todo creyente debe realizar para ser mejor musulmán, mejor padre o madre, mejor esposo o mejor persona en general. Es necesario puntualizar esta diferencia para hacer justicia al mal uso actual periodístico del término. 
3) «Eón» es el término usado para referirse a un periodo indefinido y extensísimo de tiempo, de millones de años, en los que se divide la historia de la Tierra. A su vez, Eón es el dios del tiempo eterno y de la prosperidad en la mitología fenicia, que posteriormente fue adoptado por los romanos. Para las tradiciones de Extremo Oriente, un eón es el periodo de tiempo necesario para allanar una montaña alta dando una pasada cada mil años con un pincel de plumas.
4) El término «liminalidad», del latín limes ‘límite’ o ‘frontera’, es un interesante concepto que indica que no se está ni en un sitio  —que puede ser físico o mental—, ni en otro. Liminalidad implica estar en un umbral, entre una realidad que se ha ido y otra que aún está por llegar. La adolescencia, el duermevela, estar viajando, el éxtasis místico o la locura transitoria son ejemplos de estados liminales. Asimismo, hay lugares que tienen la calidad de ser liminales, como un aeropuerto o una cárcel. El concepto de liminalidad fue ampliamente desarrollado en el clásico estudio Ritos de paso, del folclorista y antropólogo francés de origen alemán Arnold van Gennep, y retomado posteriormente por el antropólogo escocés Victor Turner?. En general, pues, el estado liminal alude al estado de apertura y de ambigüedad que caracteriza la fase intermedia de un tiempo-espacio tripartito. Por tanto, los moribundos transitan por un periodo liminal no reconocido de facto por el mundo occidental actual.   
5) Enteógeno, neologismo acuñado en la década de los años 1970 por un grupo de científicos (A. Hofman, C. Ruck, J. Ott y R.G. Wasson) para referirse a las substancias usadas tradicionalmente para inducirse experiencias de la divinidad o ebriedad sagrada, sea cual sea la ideación de divinidad que tenga cada grupo étnico. La mayoría de tales substancias son de origen vegetal y su consumo en contextos rituales se ha verificado desde la más remota antigüedad humana. Enteógeno se compone de la raíz theos, dios; el prefijo en, que indica dentro, en el interior; y el sufijo gen, que despierta o genera: en-theos-gen, «que despierta la experiencia de la divinidad en mi interior». Algunos científicos actuales se niegan a usar este preciso neologismo aduciendo el contenido teísta que tiene la raíz ‘theos’, pero tal argumento no se sostiene ya que el uso tradicional de tales substancias psicoactivas se da siempre en cosmovisiones animistas, chamánicas o explícitamente religiosas, es decir, relacionadas con alguna ideación de «las fuerzas superiores». Por otro lado, es más preciso el uso de ‘enteógenos’  que el del genérico ‘psicoactivos’, ‘psicotropos’ o, peor aún por erróneo, ‘alucinógenos’.  
6) La herencia cristiana de consumir psicótropos, al modo de los usados en los misterios eleusinos en la antigua Grecia, para conectar lo humano con lo divino, ha sido ya aclarada gracias a diversas investigaciones independientes (para más detalle, ver los clásicos: FERICGLA, 1994; FURST, 1994; OTT, 2000; WASSON et al. 1980; YLLA-CATALÀ, 1995 y finalmente el curioso e interesante texto del reverendo ATWILL WASSON, 1914, padre de Robert Gordon Wasson, famoso creador de la etnomicología que desveló el uso de hongos psicoactivos en los antiguos ritos védicos).
7) En el Concilio Vaticano II  —que duró del año 1962 al 1965—, se aprobó que durante la celebración de la Misa el sacerdote mirara al conjunto de fieles en lugar de darles la espalda dirigiendo su atención al sagrario, como se había hecho desde el siglo XVI. Incluso durante la Epíclesis el sacerdote se sitúa frente a los fieles en lugar de centrarse en la invocación de lo sagrado (Epíclesis es el nombre que recibe la parte de la misa dedicada a la invocación del Espíritu Santo. Deriva del término griego epíklesis que, en la Grecia Antigua, designaba la invocación de un ser divino, por ejemplo, la sumamente tradicional invocación de las musas por parte de los poetas.) 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

ATWILL WASSON, Edmund, 1914, Religion and drink, Burr Printing House, Nueva York, edición facsímil de BiblioBazaar Reproductions Series, 2018.

BLACKMAN, Sushila, ed., 2012, Despedidas elegantes. Como mueren los grandes seres, Liebre de Marzo, Barcelona.

BURKERT, Walter, 2018, Cultos mistéricos antiguos, Trotta, Madrid. 

FERICGLA, Josep Mª, 1994, El hongo y la génesis de las culturas, Liebre de Marzo.

FERICGLA, Josep Mª, 2009, Envejecer. Una antropología de la ancianidad, Herder, Barcelona. Edición original de 1992.

FERICGLA, Josep Mª, 2018, Ayahuasca. La realidad detrás de la realidad, Kairós, Barcelona. 

FORD, Adam, 2017, Galileo y el arte de envejecer, col. Tiempos de Mirar, Siruela, Madrid.

GRAF DURCKHEIM, Karlfried, 1999, Camí de vida, Olañeta editor, Palma de Mallorca.

HILLMAN, James, 1999, El pensamiento del corazón. El retorno del alma al mundo, Siruela, Madrid. 

HILLMAN, James, 2000, El mito del análisis. Tres ensayos de psicología arquetípica, Siruela, Madrid. 

LEVI, Primo, 2014, El sistema periódico, Península.

LOMMEL, Pim van, 2013, Consciencia más allá de la vida, Atalanta, Girona.

OTT, Jonathan, 2000, Pharmacotheon, Liebre de Marzo, Barcelona.

WASSON, R. Gordon, HOFMANN, Albert y RUCK, Carl A.P., 1980, El camino a Eleusis, FCE, col. Breviarios núm. 305, México. 

YLLA-CATALÀ, Miquel, 1995, Les plantes en la Bíblia, Editorial Claret, col. Els daus núm. 141, Barcelona.

ZOJA, Luigi, 2013, Drogas, adicción e iniciación. La búsqueda moderna del ritual, Paidós Ibérica, Barcelona.

 

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