Mi oración de hoy

MI ORACIÓN DE HOY
Mi día está terminando.
Ha dado de sí todo lo posible. Se lo agradezco, lo valoro y ahora me encamino con ello hacia casa. Lo acepto en mi corazón, estoy en paz y siento mi alma vibrar sin el menor anhelo.
Hace rato que el sol ha seguido su recorrido diario hacia más allá de las arbóreas montañas que cierran mi horizonte. Frente a mí solo va quedando una tenue y entrañable línea de luz rosada. Es el color mismo de la melancolía, pero hoy no me seduce.
La indefinible línea de luz de este anochecer me despierta amor hacia todo y hacia el Todo, y me siento maternalmente acogido por esta sumisa luz del crepúsculo.
Más acá del horizonte montañoso, el mundo se va llenando de bruma, de creciente oscuridad, de árboles y de montañas que se esconden tras el opaco velo de las tinieblas que deja la marcha del sol. A su vez, la negrura nocturna llega acompañada de una densa soledad.
Mi día está acabando irremediablemente, debo tomar un rato para recibir la noche. Detengo mi caminar en medio de la frondosidad, me paro en un llano benévolo sin otro objetivo que olfatear el momento, sin más interés que escuchar mi propia presencia y acariciar el instante eterno que me envuelve.
Esta es la sempiterna hora del misterio en que toda la naturaleza de detiene. No, ya no es de día, pero tampoco es de noche. Aun no. Así pues, ¿a quién le toca hacerse real? Como nadie lo sabe con certeza, todo movimiento se detiene. Hasta el viento contiene su libre deambular durante este rato.
Me vienen a la mente escenas familiares de indígenas que he conocido y con los que he compartido estas horas misteriosas del ocaso.
Ellos se pueden mantener sentados o de pie, durante un rato infinito, completamente quietos, sin hacer nada, simplemente mirando el horizonte y la línea de luz rosada sin ningún afán. Su día también termina y no buscan más, no esperan nada pero saben cómo hacer para que su pequeña alma se funda con la inefable esencia del mundo.
Esta es la hora en que uno debe sentarse frente a sí mismo y observarse sin más. Aunque parezca un absurdo, es la hora para igualarse con la propia alma a la que se olvida durante el día, y para derretirse con el mundo en un abrazo de quietud, de silencio, extrañeza y de cruel soledad. Sí, de dolorosa soledad para aquellos que no saben sentarse frente a sí mismos y mirarse mirando el ocaso.
Los occidentales nos hemos perdido. Nos derrochamos sin sentido, es trágico. ¿En qué curva del camino nos extraviamos?
Hay que reconocerlo con humildad y con profunda tristeza: estamos perdidos. No tenemos la menor idea de hacia dónde encaminarnos. Los aparatos han llenado nuestras vidas desoladas como las de los espantapájaros, pero solo nos distraen, jamás nos dicen hacia dónde.
Hace mucho que ya no sabemos sentarnos, o permanecer de pie, simplemente observando nuestro día que termina, notando nuestra alma fundirse con la del Creador de todos los mundos, segundo a segundo. Ya no podemos. No sabemos qué queremos. No paramos de dar vueltas y más vueltas sin ni tan solo haber aprendido algo tan simple como descansar. Tu día es permanente agitación, mi día lo mismo.
Por eso, miramos las noticias varias veces al día y esperamos con ansia que lleguen más mensajes a nuestra ventana a la Red, maldición que, aunque útil, ha inundado nuestra intimidad, nos hemos olvidado de mirar con el rabillo del ojo el alma a lo largo del día.
Ya no sabemos cómo hacer para oír el Secreto de la naturaleza, que es nuestro propio secreto, ignoramos dónde buscarlo.
Lo Eterno cerró el Secreto bajo llave y la escondió en el lugar más recóndito, donde ningún humano la fuera a encontrar. Este lugar es el corazón de cada persona.
La gente de hoy huye constantemente de sí misma, incluso los que compran cursos para encontrarse consigo mismos en un fin de semana. Necedades, creedme. Vivo de esto desde hace más años que la mayoría de vendedores del “transformador encuentro contigo mismo” y sé de que hablo.
Por esto, miramos con insondable añoranza la imagen del sereno indígena de piel negra, del masai flaco y alto que habita en las estepas de Kenia y de Tanzania, vestido con su simple túnica de rojo brillante, parado sobre un bastón y mirando el horizonte durante un largo y silencioso tiempo dentro del tiempo. Está quieto, con el corazón lleno de calma, sin el menor afán para nada.
Ya no podemos hacerlo. No puedo cazar un león con mis propias manos para convertirme oficialmente en hombre, como hacen los masai. Es ridículo porque las leyes no lo permiten, y hace siglos que, en Europa, no quedan más leones que los depresivos animales que mantenemos sobreviviendo en los zoológicos. Pero, aunque hubiera leones, ya no puedo, lo he olvidado.
O, si lo preferís, contemplamos con infinita nostalgia al indígena amazónico tumbado en una hamaca trenzada con sus manos, bamboleándose al lado del fuego bajo un techo de palma, charlando calmadamente con sus amigos, o en silencio. Tanto da, no hace nada y está lleno de sí. Sabe compartir lo esencial y eso no reclama muchas palabras, solo pide estar, esta presencia de ánimo que surge del silencio, del encuentro con la propia alma y sintonizarla con la armonía del mundo. La presencia surge de todo esto que los occidentales hemos perdido, y por ello nos hemos perdido. No sabemos ni quienes somos.
Los miramos a ellos llevando existencias santas y sencillas, llenas de vida y de muerte, entregados a su tiempo dentro del tiempo, y eso nos llena de nostalgia.
Cada uno de nosotros escucha una voz gritando dentro de su pecho: «¡eso es lo que anhelo!», quisieras estar ahí disuelto en un crepúsculo rosado sin tiempo, pero ya no puedes. No se puede estar ahí, en el plácido no-hacer, dejando que el alma hable consigo misma, si resulta que tienes un teléfono en el bolsillo, un seguro para regresar al hogar sin contratiempos y todo lo demás que amuralla tu vida con el engaño de liberarla.
Pido a mi alma que me hable, pero escucho y solo me llega un silbido metálico que ni sé de dónde viene.
Mi día está terminando. Estoy solo conmigo en medio de la naturaleza. Todos los rumores y ecos animales se han detenido en esta hora por un misterioso acuerdo.
En el cielo brama el motor de una avioneta de hélice que vuela baja, es un sonido grave y vibrante, casi antiguo. No solo no siento que sea irrespetuoso y rompa mi silencio, sino que lo realza. Imagino al piloto de la pequeño aeroplano volando hacia el hangar, de regreso a casa, con la mirada melancólica viendo, desde su altura, al sol esconderse de nuevo tras el horizonte. No sé quien es, pero me despierta cierta sintonía, no hay nadie más cerca.
Ambos estamos contagiados por la magia de la línea de luz rosada y triste del día que acaba.
Mi día está terminando, sí, y todo me habla de Ti.

Oración de Josep Mª Fericgla
19-XI-2019

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