
EDUCACIÓN ESPIRITUAL DE LOS NIÑOS
Dr. Josep Mª Fericgla
Societat d’Etnopsicologia Aplicada — Fundació J.Mª Fericgla
Campus Can Benet Vives
(Fragmento del artículo del autor que aparecerá próximamente en Journal of Transpersonal Research, publicada por la ATI)
I.
La educación espiritual de niños y niñas, un tema que urge en extremo reencontrar para bien de toda nuestra sociedad. Por un lado, es necesario dar forma a una nueva —a la vez que antiquísima— educación espiritual de nuestros hijos, hay que acercarse al Misterio sin dogmas ni preconceptos.
Pero, por otro lado, hablar de ello suele suscitar de inmediato actitudes escépticas que alejan a mucha gente, con comentarios tipo: «¿Espiritualidad? ¿Meter a mi hijo en una secta?», «Van a quitarnos el dinero en una estafa piramidal», «¿Será algo de esos curas pedófilos de los que tantas perversiones están saliendo a la luz?». Nada de ello se acerca, ni un milímetro, a mi genuino
interés ni a la necesidad objetiva a la que me refiero.
En mi experiencia como antropólogo, he constatado empíricamente que cuando una sociedad humana pierde sus valores espirituales suele suceder que, poco después, desaparecen los ritos iniciáticos que aportan orden colectivo e individual a la sociedad y comienza el proceso de desintegración —técnicamente de «anomia»—, de descomposición del conjunto humano con
coherencia e identidad cultural (FERICGLA, 2016; BATESON, 1998). De ahí, por ejemplo, el renacimiento de los chamanismos tradicionales ya que la figura del chamán, a pesar de la globalización que le diluye entre modas insubstanciales, con frecuencia es el punto de referencia de los valores espirituales de las sociedades animistas y centro de su identidad (MALIDOMA, 2018; DE ROSNY, 1998).
Por otro lado, en mi experiencia de más de tres décadas como etnopsicólogo y psicoterapeuta existencial, puedo afirmar que en las personas adultas que atiendo no hay trastorno psicoemocional que, de una forma u otra, no provenga de la falta de una práctica espiritual, del cultivo de una espiritualidad activa, de sentir la atemporalidad que permite al ser humano transitar por el mundo sin la angustia de un final absurdo e incierto, algo que, probablemente, todos sentimos como una realidad psicológica cuestionable. No soy el único que ha percibido la carencia de espiritualidad como la semilla de la que germinan la mayor parte de trastornos psicológicos y psicosomáticos de los adultos (GALÁN, 2020; y JUNG, 2018, entre otros).
Con el término «espiritualidad», y lo aclaro con énfasis, no me refiero a «confesionalidad religiosa» ni a «religiosidad», sino que, en cierto sentido, tal vez me refiero a lo contrario. Han sido las grandes religiones las que han acabado con la sensibilidad espiritual de la mayoría de gente, imponiendo
creencias arcaicas cada vez más alejadas de la mera realidad observable y comprensible, imponiendo la dominación de un funcionariado teológico hasta llegar a las absurdas ceremonias que conocemos en Occidente, desactivadas de todo contenido numinoso.
Durante siglos, las grandes religiones monoteístas han denominado «espiritualidad» a la imposición de una lista de dogmas al servicio de una casta sacerdotal que dificultan, o hasta impiden, la verdadera experiencia espiritual fundamental, el contacto o sensación de trascendencia necesario para llevar una vida humana psicológicamente plena, con sentido creativo y trascendente. Una de las consecuencias históricas de tal situación es la actual anomia y desasosiego social y personal que sufre el occidental medio. La verdadera pandemia es el sufrimiento por depresión que se registra en el mundo —casi el 8% de la población mundial sufre depresión, llegando al 20% en algunos países tecnificados; datos de la OMS 2017 y posteriores—, de ahí también la falta de un sentido consistente que anime la vida de las personas, de ahí la situación general de gente que dice tener valores a los que no da ningún valor, de profesionales de la salud que no muestran la menor implicación ni empatía con sus pacientes, de ahí las incoherencias y confusiones en la más simple definición sexual de los adolescentes, de la casi absoluta falta de confianza en las instituciones y en los líderes públicos. Espiritualidad, entre otras acepciones, significa lo contrario de todo ello. Significa confianza, significa identidad, sentirse en unión y pertenecer y participar de algo
indescriptiblemente grandioso. También significa cultivar un espacio interno de calma y hasta de amor, creado a base de grandes y de pequeñas experiencias trascendentes.
En algunos círculos occidentales actuales en los que está presente la consciencia de lo transpersonal —círculos lamentablemente pequeños— se practica una educación espiritual de los hijos basada en valores universales, que recojo y hago míos por su incontestable validez pedagógica y psicológica, además de espiritual. Así pues, la primera trinidad para educar nuestros hijos
pequeños se concreta en educarlos en el silencio, el amor y la reverencia.
Si un niño o una niña de, por ejemplo, uno o dos años está inquieto, la madre no lo riñe ni le grita con amenazas, ni se deja arrastrar por la tensión y el cansancio que, a veces, la atrapa, sino que la madre levanta la mano con suavidad y le susurra algo así: «Silencio, silencio… escucha… Con tus gritos podrías molestar al mundo invisible, escucha las hojas de los árboles como hablan entre ellas al moverlas el viento», enseñando al hijo, ya desde pequeño, a escuchar lo sutil, lo que no le arrebata los sentidos con brillos deslumbrantes pero que existe, le va educando a escuchar la realidad que hay detrás de la realidad, su propio mundo interior, la presencia de algo superior.
El silencio es imprescindible para escuchar lo sutil del propio mundo interior y de la realidad exterior, para conectar con la dimensión que Jung denominó el Espíritu de los Abismos que albergamos en el inconsciente (también descrito por TEMPEST, 2021). El silencio permite reconocer la realidad que nos habla por vía intuitiva sin pasar por el intelecto, abre el camino
al respeto. El nivel de excelencia y de evolución de toda sociedad se mide por sus silencios.
En segundo lugar, debemos educar a nuestros bebés con amor. Amor entendido como reconocimiento del pequeño en todas sus dimensiones y sin que tenga que satisfacer ninguna carencia del adulto para ser reconocido. Amor, aquí es sinónimo de reconocer y de confiar. El verdadero amor tiene mucho de impersonal, ayudando a que el propio sujeto se reconozca a sí mismo a través de la relación de amor con el ser al que ama. Numerosas veces he oído a padres y madres verbalizar expresiones tipo: «Mis hijos me enseñan mucho ¡Aprendo tanto de ellos!». Obviamente, el adulto no aprende geografía universal ni sintaxis del alemán medieval del hijo de 7 o de 18 meses, sino que aprende de sí mismo, de las reacciones que surgen en sus profundidades ante la presencia inefable, eterna, tierna y psicológicamente limpia del bebé. Para amar —eso sí y en el sentido que doy a este término—, se requiere haber alcanzado un nivel razonable de madurez emocional, siendo éste el escalón en el que quedan atascados la mayoría de progenitores.
La reverencia, otro de los valores básicos de la tríada inicial para plantear la educación espiritual de los niños. Es un vocablo que probablemente debo aclarar.
Suele usarse como sinónimo de «temor». El temor reverencial es una de las espadas que cuelgan sobre la cabeza de innumerables fieles religiosos. Hacen esto o dejan de hacer aquello «por temor a Dios», una expresión que he oído a menudo. No obstante, si se concibe la divinidad como fuente de vida universal, como Eternidad, como Amor entendido en tanto que energía unitiva, en buena ley, es difícil entender que tal entidad incognoscible genere terror, exija ser temida. En este sentido, «reverencia» en la educación de nuestros hijos no significa temor ni terror a nada, sino que se refiere a un profundo respeto ante algo o alguien, respeto que se manifiesta en forma de gestos, palabras y actitudes que indican la voluntaria sumisión al Gran Misterio —por usar la universal expresión de los sioux de Norteamérica (EASTMAN, 1991, 81 y ss.)—, realidad que el sujeto siente y concibe como superior, como una Existencia que arrebata y que, a la vez, está intrínsecamente relacionada con el nacimiento y con la muerte. La idea y la sensación de reverencia está más cerca de conceptos como veneración, arrobamiento, devoción, fervor, asombro y hasta de acatamiento, que de miedo y temor. Los pequeños han de ser educados reverenciando lo superior, empezando por aprender el respeto hacia sus propios padres, actitud que, a la vez, debe ser entendida como una obligación paterna para merecer tal respeto, y es así como más tarde los pequeños pueden aceptar y experimentar la divinidad. La reverencia es la actitud adecuada para ocupar el lugar que le corresponde a cada uno en el esquema cósmico.
II.
Cuando el hijo o la hija ha crecido un poco más, los tres nuevos pilares sobre los que debe continuar la educación espiritual son la generosidad, la valentía y la contención.
Hasta dos generaciones atrás, primera mitad del siglo XX en España, las madres solían consagrarse totalmente al cuidado de los hijos, por lo menos durante los dos primeros años. Les despertaban la confianza en ellas, en el mundo y en sí mismos a través de los constantes cuidados que les daban, satisfaciendo sus necesidades primarias emocionales y corporales, lo que desembocaba en una sociedad compuesta por una mayoría de adultos sensatamente íntegros que defendían sus valores, calmados, conscientes de su lugar en el cosmos indicado por sus derechos, deberes y objetivos, de adultos que sabían estar en el presente.
La generosidad no es paternalismo, jamás lo ha sido, aunque a veces lo segundo se disfrace de los primero. La generosidad implica ofrecer sin esperar nada a cambio, a menudo ni tan solo el reconocimiento, y tanto se refiere a dar cosas materiales como a ayuda altruista o a tener gestos de solidaridad. La palabra «generoso», en su inspirador origen etimológico, significaba «abundante en nobleza», algo de lo que carece el carácter paternalista. Ser alguien generoso implica estar desapegado de lo material, vivir libre de las cadenas del egoísmo y de la codicia —ambos, hijos del miedo—, pensar tanto o más en el nosotros que en el yo.
Otro valor básico que suele ser mal entendido es la contención. Educar en la contención no significa en la frustración ni en la castración inmediata de los deseos infantiles. Justamente, se trata de lo contrario a esta habitual mala interpretación de «contenerse». Una persona que sepa reconocer y contener sus impulsos primarios y sus deseos es una persona que, a la vez, desarrolla una capacidad imprescindible para la vida espiritual: la disciplina. Es una persona que probablemente está por encima del ahogo que genera la frustración, es una persona que tiene mucho terreno ganado para alcanzar el éxito. Y, en sentido contrario, un joven que no haya sido educado en la contención es una persona que se sentirá profundamente desdichada cuando no consiga todo lo que desee del mundo, ahora y aquí. Repito que «contención» no significa «represión». La gozosa e íntima expresión «estar contento» proviene de «contención»: una persona está contenta cuando está contenida dentro de sus límites.
¿Que hacer actualmente, en el ámbito educativo y psicológico, para preservar y cultivar el potencial espiritual latente en todo niño? Como ya anunciaba J.G. Bennett a mediados del siglo XX (BENNETT 1994, edición en castellano de conferencias impartidas en Londres 1961), gran parte de la confusión proviene de no discriminar entre las necesidades espirituales y las necesidades psicológicas de los pequeños. Y a que, a menudo, usamos la palabra «religioso» poniendo el énfasis en las formas externas, en las ceremonias frecuentemente vacías de contenido e incomprensibles que, como mucho, generan intensidad emocional grupal, y en las conductas implantadas por el dogma religioso de turno, prestando poca o ninguna atención al contenido interior, a la inefable experiencia personal que conlleva una espiritualidad activa, que queda lejos de los decibelios emocionales. Por eso, repito, uso el término «espiritual» y no «religión», a fin de dejar claro que me estoy refiriendo a nuestra indescriptible experiencia de lo Superior, de lo Eterno, a las experiencias cumbre como las definió uno de los padres de la psicología humanista, A. Maslow (MASLOW, 2013), experiencias de serenidad en las que la persona se siente en completa armonía consigo misma y con lo que la rodea, dándose una cierta desconexión de la limitada consciencia espacio-temporal, a la vez que se experimenta un profundo bienestar y una fuerte sensación de felicidad. El cristianismo se refiere a la experiencia espiritual elevada con la expresión «estado de gracia» que, si bien podría indicar la verdadera experiencia espiritual, en realidad se trata de un mero formulismo dogmático al considerar que tal estado conlleva que los niños pequeños encuentren a Dios tras el bautizo. Al ser bautizados, los bebés «han encontrado al Señor (…) y, por lo tanto, inician su vida material humana al mismo tiempo que su vida de relación, amor, amistad y (estado de) gracia (…que) no es otra cosa que vivir en amistad y gracia con el Señor» (blog de Juan del Carmelo, citado en la web ReligiónenLibertad, 14 de noviembre, 2022).
En todo caso, más próximo al concepto de estado de gracia que concibo para la educación espiritual de nuestros hijos es el que expone John Grinder, fundador de la neurolingüística, quien afirma que el llamado «estado de gracia» es el estado de plenitud de cuando disponemos de los recursos de los que disponemos en la infancia
Lo llamemos con cualquiera de los innumerables términos acuñados por el ser humano para referirse a lo divino, la espiritualidad se concreta en una experiencia intangible e incomunicable en su complejidad. Intangible, no imperceptible, como dijo W. Blake. Con ello indico que me voy a ocupar del contenido no de la forma.
Dr. Josep Mª Fericgla
Can Benet Vives, 17 de Noviembre, 2022
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