ESA CESTA
Dr. Josep Mª Fericgla
Societat d’Etnopsicologia Aplicada — Fundació J.Mª Fericgla
Campus Can Benet Vives
I.
La vieja criada negra de etnia zulú, nacida en la lejana provincia de Kwazulú, en Sudáfrica, era una mujer arrugada y serena, muy próxima a sus raíces sin tiempo. Fue ella quien contó esta historia.
Había una vez un hombre de la antigua raza primera que poseía un rebaño maravilloso. Era un ganado hermoso de manchas negras y blancas.
La mujer que me contó esta historia insistía repetidamente y detallaba con gran minuciosidad el color del ganado. Para los hombres primitivos, el ganado nunca era simplemente un puñado de animales, sino que eran criaturas dotadas de un raro y antiguo espíritu de la naturaleza, eran consideradas emanaciones del mundo de los sueños, del mundo del Gran Espíritu que, entre otros lenguajes, hablaba con los humanos a través del ganado. Los colores que tenía cada res en su piel implicaban un cierto grado de favor o de disfavor del Gran Espíritu. Los hombres primitivos tenían adjetivos especiales para describir cada combinación de colores en sus animales, y para designar un animal determinado nunca empleaban frases vagas del tipo: «es de color marrón claro» o «es mezcla entre blanco y negro». No. Para cada animal disponían de una palabra muy precisa e inconfundible. Muchos de esos términos no tienen equivalente en ninguna lengua europea. En aquel caso, la combinación blanquinegra de colores en el ganado era la de mayor importancia y significación de entre todas las conocidas, y la palabra que se empleaba para designarla tenía profundas asociaciones místicas. Una vez, y solo por citar un ejemplo, estuve con nuestro pastor negro cuando una vaca parió un ternerillo moteado de blanco y negro. El grito de alegría, de reverencia y de gratitud a la Creación que salió de las gargantas de cuantos nos rodeaban por haber recibido un favor tan grande, es uno de los sonidos más maravillosos que oído en mi vida.
Para estos seres humanos originarios todo tiene un significado trascendente, todo. Desde el nacimiento de un ternero y el color de la piel, hasta el árbol que ha crecido en un lugar extraño, la muerte de un ser humano o un pájaro concreto que canta desde determinado punto a una hora especial. Por encima de todo, en estos pueblos domina la aplastante convicción de que todo ser vivo participa del proceso de creación.
Aquel hombre de la raza primera adoraba a su ganado con pintas blanquinegras. Siempre lo sacaba él mismo a pastar. Escogía la mejor hierba de los prados y lo cuidaba como una madre cuida a sus hijos, impidiendo que las fieras se acercasen y pudieran herirlo o espantarlo.
Cuando caía la tarde, el hombre conducía de nuevo los animales al establo. Cerraba cuidadosamente la entrada con las ramas más duras y espinosas que podía encontrar y, mientras los contemplaba contento, pensaba: «Por la mañana podré sacarles una buena cantidad de leche».
Sin embargo, una mañana, cuando entró en el establo esperando encontrar las ubres de las vacas llenas de la cremosa leche, quedó asombrado al ver que estaban secas, arrugadas y vacías. Inmediatamente se acusó a sí mismo de haber elegido mal los pastos y condujo el ganado a un sitio donde había mejor hierba. Por la tarde condujo al rebaño de nuevo al limpio establo y volvió a pensar: «Mañana sí, completamente seguro, que mis vacas me darán más leche que nunca». Pero también por la mañana las ubres estaban caídas y secas. Por segunda vez les cambió el pasto y, sin embargo, tampoco dieron leche.
II.
Desconcertado y lleno de sospechas, el hombre primitivo decidió vigilar estrechamente su ganado durante toda la noche. Se acurrucó en un rincón del establo y se quedó ahí. A medianoche, se quedó estupefacto al ver que una cuerda brillante de fibra tejida muy delicadamente descendía de las estrellas y, deslizándose por esa cuerda, una tras otra, bajaron un grupo de jóvenes de la población celestial.
El hombre vio como esas muchachas hermosas y alegres, susurrando y riendo suavemente, entraban en el establo y ordeñaban las vacas hasta dejarlas secas, llevándose la leche en calabazas.
Indignado, se lanzó contra ellas con la intención de impedirles que se marcharan, pero las jóvenes se escabullían con una elegante agilidad y él no sabía a cuál seguir para evitar que se escaparan. Finalmente, logró sujetar a una, pero mientras evitaba que se le escapase, las demás muchachas huyeron con sus calabazas llenas de leche. Subieron por la cuerda hasta el cielo y la última de ellas, riendo, recogió la cuerda para que no pudiera seguirlas.
A pesar de todo, el hombre no quedó completamente descontento porque la muchacha a la que había atrapado era la más bonita de todas. Convinieron en casarse y, a partir de aquel momento, las muchachas del cielo no volvieron a molestarle.
De esta manera, mientras él cuidaba su ganado todos los días, su joven esposa iba a cultivar el huerto, vivían felices y prosperaron.
Solo había una cosa, una única cosa, que le preocupaba. Cuando aquella noche prendió a la que sería su esposa, la muchacha llevaba una cesta. Era una cesta tan meticulosamente tramada que se no podía ver nada de lo que contenía. La muchacha la tenía siempre bien cerrada con una tapadera que encajaba a la perfección. Antes de que se casara con él, le había hecho prometer que nunca destaparía la cesta ni miraría dentro hasta que ella le diera permiso. Si desobedecía y levantaba la tapadera de la cesta, podría ocurrirles una terrible desgracia a ambos. Pasaron los meses y, como suele ser habitual entre los humanos, el hombre empezó a olvidar su promesa.
De tanto ver la cesta allí, fue aumentando la curiosidad del hombre hasta que un buen día sintió la irresistible tentación de destaparla. Sucedió una mañana en que se había quedado solo. Entró en la choza de su esposa, vio la cesta donde siempre estaba y no pudo aguantar más. Arrancó la tapadera y miró dentro. Permaneció un momento inmóvil e incrédulo y luego rompió a reír.
Cuando regresó su mujer al anochecer, enseguida supo lo que había sucedido. Se llevó la mano al corazón y mirándole llorosa, le dijo:
—Has mirado en la cesta.
Él lo reconoció riendo y dijo:
—¡Que boba eres, que criatura tan tonta! ¿Por qué has dado tanta importancia a eso de abrir la cesta si no hay absolutamente nada en ella?
—¿Nada? -preguntó la joven esposa con un tenue hilo de voz.
—Sí, nada -respondió el marido con énfasis.
Entonces ella se giró de espalda, caminó lenta y directamente hacia el ocaso y desapareció. Nunca más se la vio en la tierra.
Me parece estar oyendo la voz de la vieja narradora zulú cuando me decía: —¿Y sabes por qué se marchó aquella mujer? No fue porque el marido hubiera faltado a su promesa, sino porque al mirar dentro de la cesta la había encontrado vacía.
La joven desapareció porque la cesta no estaba vacía, sino que estaba llena de cosas muy bellas traídas del cielo. Eran cosas de una gran delicadeza que ella guardaba allí para ambos y que el marido no había podido ver, tan solo se había reído. ¿Para qué iba a seguir en la tierra más tiempo si el marido era incapaz de ver lo que ella le había traído del cielo? Por eso se marchó.
III.
Esta historia que rescató de su infancia Laurens van der Post (El corazón del cazador, pág. 161 y ss.) es una imagen precisa y adecuada para referirse a los males que padece el mundo actual, tanto a nivel individual como colectivo. El espíritu primitivo, la conexión con la Naturaleza y con lo Inefable de donde surge el sentido de la existencia humana, no solo ha sido abandonado, sino que es reiteradamente rechazado por la mente contemporánea atrapada por el océano de información caótica, abrumadora y sin sentido del mundo digital. Nuestro mundo actual está regido por algoritmos que nos deshumanizan, deciden por nosotros y nos convierten en adictos a una comodidad sin acción. Nos dejan sin capacidad para reaccionar libremente y transformar el mundo con el esfuerzo de nuestras manos.
Burlándose con total inconsciencia e irresponsabilidad, el occidental medio de hoy destapa su cesta y grita con desprecio que está vacía, dilapidando así la conexión con el inconsciente, con nuestra profunda alma creativa a la que ya no podemos ni ver, simbolizada en la imagen arquetípica y universal de la mujer. Esta falta de consciencia del mundo actual se concreta en esos humanos —la inmensa mayoría— cuya existencia está totalmente ligada al mundo exterior, hasta el punto de ser incapaces de reconocer el contenido atemporal de su propio mundo interno, la riqueza innominable que albergamos como seres humanos. Pagamos todos por esta ceguera sufriendo la crueldad de esa gente que traiciona sus mejores cualidades humanas tratando a los demás con violencia, o viviendo guiados por una mente reducidísima a un pobre y estéril racionalismo materialista consumista que está acabando con la Tierra y que nos convierte en esclavos de los nuevos feudales, los propietarios de las redes sociales que controlan nuestras vidas, gustos, energía y movimientos.
Dr. Josep Mª Fericgla
Can Benet Vives, 3 de mayo, 2023
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Próximas actividades de la Fundació Josep Mª Fericgla:
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