EDUCACIÓN ESPIRITUAL DE LOS NIÑOS

Josep Mª Fericgla
Dr. en Antropología social y cultural

 Conferencia impartida el 1-X-2024 en la Casa del Tibet de Barcelona
La versión original fue publicada en el Journal of Transpersonal Research, 2022, Vol. 14 (2), 37-49 e-ISSN: 1989-6077 // p-ISSN: 2307-6607 JTR.

En nuestra sociedad de consumo y rendimiento hemos perdido toda la trascendencia. 

Eso nos vuelve irreales. La trascendencia no es compatible con la inmanencia del consumo, el rendimiento ni la producción.

La vida sin trascendencia se reduce a una mera satisfacción de las necesidades.

Esta vida consumista, esta vida sin trascendencia es una vida sin felicidad, una vida pobre, miserable, depauperada, atrofiada. Así pues, no es una vida humana, sino una vida de rebaño.

Un rebaño del consumo, un rebaño de la comunicación, un rebaño de los datos, 

un rebaño de la información y así sucesivamente.

Byung-chul Han, La tonalidad del pensamiento, pág. 109.

I. 

La educación espiritual de niños y de niñas, un tema que urge en extremo reencontrar para bien de toda nuestra sociedad. Por un lado, es necesario dar forma a una nueva —a la vez que antiquísima— educación espiritual de nuestros hijos, hay que acercarse al Misterio sin dogmas ni preconceptos. Por otro lado, hablar de ello suele suscitar de inmediato actitudes escépticas que alejan a mucha gente con ideas tipo: «¿Espiritualidad? Eso es meter a mi hijo en una secta», «Van a quitarnos el dinero en otra estafa piramidal», «¿Será algo de esos curas pedófilos de los que tantas perversiones están saliendo a la luz?». Nada de ello se acerca, ni un milímetro, a mi genuino interés ni a la necesidad objetiva a la que me refiero.  

En mi experiencia como antropólogo, he constatado empíricamente que cuando una sociedad humana pierde sus valores espirituales suele suceder que, poco después, desaparecen los ritos iniciáticos que aportan orden y estabilidad colectiva e individual —si no habían desaparecido antes— y comienza el proceso de desintegración —técnicamente de «anomia»—, de descomposición del tejido cultural y del conjunto humano con coherencia e identidad (FERICGLA, 2016; BATESON, 1998). De ahí, por ejemplo, el renacimiento de los chamanismos tradicionales ya que la figura del chamán, a pesar de la globalización que le diluye entre modas insubstanciales, con frecuencia es el punto de referencia de los valores espirituales de las sociedades animistas y eje de su identidad tradicional (MALIDOMA, 2018; DE ROSNY, 1998). 

Por otro lado, en mi experiencia de más de tres décadas como etnopsicólogo y psicoterapeuta existencial, puedo afirmar que en las personas adultas que atiendo no hay trastorno psico-emocional que, de una forma u otra, no esté relacionado con la falta de una práctica espiritual, con el cultivo de una espiritualidad activa que ayude a percibir la inefable atemporalidad que orienta al ser humano en su transitar por el mundo sin la angustia de un final absurdo e incierto, algo que, probablemente, todos sentimos como una realidad psicológica cuestionable. No soy el único que ha percibido la carencia de espiritualidad como la semilla de la que germinan la mayor parte de trastornos psicológicos de los adultos (GALÁN, 2020; y JUNG, 2018, entre otros). 

Con el término «espiritualidad», y lo aclaro con énfasis, no me refiero a «confesionalidad» ni a «religiosidad», sino que, en cierto sentido, tal vez me refiero a lo contrario. A pesar de ser paradójico, han sido las grandes religiones las que han acabado con la sensibilidad espiritual de la mayoría de gente, imponiendo creencias arcaicas, a menudo ajenas a la mera realidad observable y comprensible, alimentando la dominación de un funcionariado teológico hasta llegar a las absurdas ceremonias que conocemos en Occidente, desactivadas de todo contenido numinoso. Durante siglos, las grandes religiones monoteístas han denominado «práctica espiritual» a una lista de dogmas al servicio de una casta sacerdotal que dificultan, o hasta impiden, la verdadera experiencia espiritual fundamental, el contacto o sensación de trascendencia necesario para llevar una vida humana psicológicamente madura, con sentido creativo y con confianza. Una de las consecuencias históricas de tal situación es la actual anomia social y el desasosiego personal que sufre el occidental medio. Siendo así que la verdadera pandemia es el sufrimiento por depresión que se registra en el mundo: casi el 8% de la población mundial sufre depresión, llegando al 20% en algunos países tecnificados —datos de la OMS 2017 y posteriores—. De ahí también la carencia de un sentido consistente que encauce constructivamente la vida de la mayoría de las personas, dándose una situación general de gente que dice «tener valores» a los que no da ningún valor, de profesionales de la salud que no muestran la menor implicación ni empatía con sus pacientes, de ahí las incoherencias y confusiones en la más simple definición sexual de los adolescentes, de la casi absoluta falta de confianza en las instituciones y en los líderes públicos. «Espiritualidad», entre otras acepciones, significa lo contrario de todo ello. Significa confianzasignifica identidad, sentirse en unión y pertenecer y participar de algo indescriptiblemente grandioso en relación a la limitada existencia individual. También significa cultivar un espacio interno de calma y hasta de amor, nutrido a base de grandes y de pequeñas experiencias vitales. 

En algunos círculos occidentales actuales en los que está presente la consciencia de lo transpersonal  —círculos lamentablemente pequeños— se practica una educación espiritual de los hijos basada en valores universales, iniciativa que recojo y hago mía por su incontestable validez pedagógica y psicológica, además de espiritual. En este sentido, la primera trinidad que propongo para tejer una educación espiritual actual y útil para nuestros hijos se concreta en instruirlos en el Silencio, en el Amor y en la Reverencia. Silencio, amor y reverencia. 

Si un niño o una niña de, por ejemplo, uno a tres años está inquieto, la madre no lo riñe ni le grita con amenazas, ni se deja arrastrar por la tensión y el cansancio que, a menudo, la atrapa, sino que la madre levanta la mano con suavidad y le susurra algo así: «Silencio, silencio… escucha… Con tus gritos podrías molestar al mundo invisible, escucha las hojas de los árboles como hablan entre ellas al moverlas el viento», enseñando al hijo, ya desde pequeño, a escuchar lo sutil, a percibir lo que no arrebata los sentidos con ruidos y brillos deslumbrantes, pero que existe. Le va educando a escuchar la realidad que hay detrás de la realidad, su propio mundo interior, la presencia silenciosa de algo superior.

El silencio es imprescindible para escuchar lo sutil, sea del propio mundo interior o sea de la realidad exterior, es indispensable para conectar con la dimensión que Jung denominó el Espíritu de los Abismos que albergamos en el inconsciente (también descrito por TEMPEST, 2021). El silencio permite reconocer la realidad creativa que nos habla por la vía intuitiva sin pasar por el intelecto, abre el camino al respeto. El nivel de excelencia y de evolución de toda sociedad se mide por sus silencios.

En segundo lugar, debemos educar a nuestros hijos con amor. Amor entendido como reconocimiento del pequeño en todas sus dimensiones y sin que tenga que satisfacer ninguna carencia del adulto para ser reconocido. Amor, aquí es sinónimo de «reconocer» y de «confiar». El verdadero amor tiene mucho de impersonal, ayudando a que el propio sujeto se reconozca a sí mismo a través de la relación de amor con el ser al que ama. Numerosas veces he oído padres y madres verbalizar expresiones tipo: «Mis hijos me enseñan mucho ¡Aprendo tanto de ellos!». Obviamente, el adulto no aprende geografía universal ni sintaxis del alemán medieval del hijo de 7 o de 18 meses, sino que aprende de sí mismo, de las reacciones que surgen en sus profundidades ante la presencia inefable, eterna, tierna y psicológicamente limpia del bebé. Eso sí, para amar en el sentido que doy al término se requiere haber alcanzado un nivel razonable de madurez emocional, siendo éste el escalón en el que quedan atascados la inmensa mayoría de progenitores.

La reverencia, otro de los valores básicos de la tríada inicial que planteo para tejer una educación espiritual de los niños. Es un vocablo que probablemente debo aclarar.

Reverencia suele usarse como sinónimo de «temor». El temor reverencial es una de las espadas que cuelgan sobre la cabeza de innumerables devotos religiosos. Hacen esto o dejan de hacer aquello «por temor a Dios». No obstante, si se concibe la divinidad como fuente de vida universal, como Eternidad, como Amor entendido en tanto que energía unitiva, en buena ley, es difícil entender que tal entidad incognoscible genere terror, que exija ser temida y no solo profundamente respetada. En este sentido, pues, la «reverencia» en la educación de nuestros hijos no significa inculcarles temor ni terror a nada, sino que se refiere a un profundo respeto ante algo o alguien, respeto que se manifiesta en forma de gestos, palabras y actitudes que indican la voluntaria sumisión al Gran Misterio  —usando la universal expresión de los sioux de Norteamérica (EASTMAN, 1991, 81 y ss.)—, realidad que el sujeto siente y concibe como superior, como una Existencia que arrebata y que, a la vez, está intrínsecamente relacionada con el nacimiento y con la muerte. La idea y la sensación de reverencia está más cerca de conceptos como veneración, arrobamiento, devoción, fervor, asombro y hasta de acatamiento, que de miedo y temor. Los pequeños han de ser educados reverenciando lo superior, empezando por instruirse en el respeto hacia sus propios progenitores y ancestros, actitud que, a la vez, debe ser entendida como una obligación paterna para merecer tal respeto. Es así como más tarde los pequeños pueden aceptar y experimentar la divinidad. La reverencia es la actitud adecuada para ocupar el lugar que le corresponde a cada uno en el esquema cósmico. 

Hasta dos generaciones atrás, primera mitad del siglo XX en España, las madres solían consagrarse totalmente al cuidado de los hijos, por lo menos durante los dos o tres primeros años. Les despertaban la confianza en ellas, en el mundo y en sí mismos a través de los constantes cuidados que les daban, satisfaciendo sus necesidades primarias emocionales, corporales y espirituales, lo que desembocaba en una sociedad compuesta, en términos generales, por una mayoría de adultos sensatamente íntegros que defendían sus valores con la vida misma, conscientes de su lugar en el cosmos indicado por sus derechos, deberes y objetivos, de adultos que sentían y vivían en el presente. La estrecha relación con la madre, quien solía llevar al bebé todo el tiempo cargado y en estrecho contacto con su propio cuerpo, abría el camino hacia una espiritualidad infantil basada en los tres valores mencionados.

Cuando el hijo o la hija ha crecido un poco más, los tres nuevos pilares sobre los que continuar su educación espiritual deberían ser la Generosidad, la Valentía y la Contención.

La generosidad no es paternalismo, jamás lo ha sido, aunque a veces lo segundo se disfrace de lo primero. La generosidad implica ofrecer sin esperar nada a cambio, a menudo ni tan solo el agradecimiento, y tanto se refiere a dar cosas materiales como a ayuda altruista o a tener gestos de solidaridad. La palabra «generoso», en su inspirador origen etimológico, significaba «abundante en nobleza», algo de lo que carece el carácter paternalista. Ser alguien generoso implica estar desapegado de lo material, vivir libre de las cadenas del egoísmo y de la codicia —ambos, hijos del miedo y de la desconfianza—, pensar tanto o más en el nosotros que en el yo

Otro valor espiritual básico que suele ser mal entendido es la contención. Educar en la contención no significa en la frustración ni en la castración inmediata de los deseos infantiles. Justamente, se trata de lo contrario a esta habitual y errónea interpretación de «contenerse». Una persona que sepa reconocer y contener sus impulsos primarios y sus deseos es una persona que, a la vez, desarrolla una capacidad imprescindible para la vida espiritual: la disciplina. Es una persona que probablemente está por encima del ahogo que genera la frustración, es una persona que tiene mucho terreno ganado para alcanzar el éxito. Y, en sentido contrario, un joven que no haya sido educado en la contención se sentirá profundamente desdichado cuando no consiga todo lo que desee, ahora y aquí. Repito que «contención» no significa «represión» sino autocontrol y voluntad. La gozosa e íntima expresión «estar contento» precisamente proviene de «contención»: una persona está contenta cuando está contenida dentro de sus límites.

II.

¿Que hacer actualmente, en el ámbito educativo y psicológico, para preservar y cultivar el potencial espiritual latente en todo niño? Como anunció J.G. Bennett a mediados del siglo XX (BENNETT 1994, edición en castellano de Fundació J.Mª Fericgla de conferencias impartidas en inglés en Londres 1961), gran parte de la confusión proviene de no discriminar entre las necesidades espirituales y las necesidades psicológicas de los pequeños. 

A menudo, usamos la palabra «religioso» poniendo el énfasis en las formas externas, en las ceremonias frecuentemente vacías de contenido e incomprensibles que, como mucho, generan cierta intensidad emocional grupal, y en las conductas implantadas por el dogma religioso de turno, prestando poca o ninguna atención al contenido interior, a la literalmente indescriptible experiencia personal que deriva de una espiritualidad activa, lejos de los decibelios emocionales. Por eso, repito, uso el término «espiritual» y no «religión», a fin de dejar claro que me estoy refiriendo a nuestra experiencia de lo Superior, de lo Eterno, a las experiencias cumbre como las definió A. Maslow, uno de los padres de la psicología humanista (MASLOW, 2013), experiencias de serenidad durante las que la persona se siente en completa armonía consigo misma y con lo que la rodea, dándose una cierta desconexión de la limitada consciencia espacio-temporal del ego, a la vez que se experimenta un profundo bienestar y una fuerte sensación de felicidad y de unión. El cristianismo se refiere a la experiencia espiritual elevada con la expresión «estado de gracia» que, si bien podría indicar la verdadera experiencia espiritual, en realidad y, por lo menos en la actualidad, se trata de un mero formulismo dogmático al sentenciar que tal estado implica que los niños pequeños ya encuentran a Dios tras el bautizo. Al ser bautizados, los bebés «han encontrado al Señor (…) y, por lo tanto, inician su vida material humana al mismo tiempo que su vida de relación, amor, amistad y (estado de) gracia (…que) no es otra cosa que vivir en amistad y gracia con el Señor» (blog de Juan del Carmelo, citado en la web Religión en Libertad, 14 de noviembre, 2022). 

En todo caso, más próximo al concepto de estado de gracia que concibo para la educación espiritual de nuestros hijos es el que expone John Grinder, fundador de la neurolingüística, quien afirma que el llamado «estado de gracia» es el estado de plenitud de cuando disponemos de los recursos que teníamos en la infancia.

Lo llamemos con cualquiera de los innumerables términos acuñados por el ser humano para referirse a lo divino e inefable, la espiritualidad se concreta en una experiencia intangible e incomunicable por su complejidad. Intangible no significa imperceptible, como dijo W. Blake. Con ello indico que me voy a ocupar del contenido, no de la forma.

III.

Dicho todo lo anterior, por educación espiritual de los niños me refiero al proceso de reconocer, atender y satisfacer sus necesidades espirituales, dando por aceptado que existe una realidad que no puede ser aprehendida a través de los sentidos corporales y que tampoco podemos analizar con la mente racional, pero que sí podemos percibir y experimentar.

Aceptemos también que, si existe esta realidad inefable, es imposible formarse una imagen completa de ella. Nuestro pensamiento depende de imágenes, del lenguaje preverbal y más tarde del conceptual, así que no podemos pensaracerca de la totalidad de lo Absoluto. Solo podemos representarlo mediante símbolos y alegorías y mantener un respeto extraordinario hacia el Misterio que no puede ser alterado ni descrito. 

Toda persona acepta y conoce por propia experiencia la existencia de necesidades materiales: nuestro cuerpo es material y no puede sobrevivir sin alimentos, aire, abrigo y otras satisfacciones a lo que denominamos «necesidades vitales». También se aceptan las necesidades psico-emocionales que deben ser satisfechas, tales como sentir la pertenencia a un grupo o aprender un lenguaje de expresión emocional. Pero, dado que las necesidades espirituales no pueden ser vistas, ni cuantificadas, ni tocadas, ni expresadas en el lenguaje fáctico es mucho más difícil convencer a alguien de que realmente existen y explicar en qué consisten. 

Así pues, para definir el campo propio de la educación espiritual y recogiendo la observación de J.G. Bennett, primero debemos distinguir entre la dimensión espiritual y la dimensión psicológica del ser humano. Usaré el término «psico» en sentido convencional, para referirme a todo lo que concierne a nuestra vida subjetiva, a la consciencia de lo que nos está sucediendo y de lo que estamos haciendo, incluyendo sensaciones, emociones y sentimientos, imaginación y pensamientos, tanto si entran en el campo de la consciencia como incluso si permanecen en el inconsciente. De ahí que cuando me refiero a las necesidades psicológicas estoy incluyendo los diversos estímulos que requiere todo ser humano para mantener la actividad y satisfacer los deseos de nuestra mente. Sin tales estímulos nuestra psique languidece y va perdiendo sus capacidades, aún cuando el cuerpo permanezca vivo, siendo éste, por ejemplo, uno de los mayores sufrimientos del estar encarcelado, la carencia de nuevos estímulos que satisfagan la avidez psicológica.

Los seres humanos  —con obvias variaciones individuales y étnicas—, abrigamos deseos y necesidades emocionales, tenemos curiosidad intelectual, buscamos estímulos para nuestra imaginación y deseamos expresarnos y afirmarnos, siendo éste un breve resumen de las diversas necesidades psicológicas que debemos educar para satisfacerlas de acuerdo a los parámetros culturales en los que se socializa cada individuo. Una persona no puede sobrevivir psicológicamente si no satisface un mínimo estas diversas necesidades y, para ello, precisa de un grupo de iguales identificados con un patrón cultural, un grupo humano que comparta el ethos y el eidos. Pero no debemos caer en el error de considerar que todas nuestras necesidades se limitan a las orgánicas y a las psicológicas.

A menudo, las necesidades psicoemocionales encuentran satisfacción a través de las percepciones y contenidos que nos llegan a través de los sentidos: viendo algo bello, escuchando música agradable, a través de un acercamiento cariñoso o simplemente gracias al confort físico. También nuestras necesidades intelectuales, hasta cierto punto, pueden ser satisfechas por medio de los sentidos: una conversación estimulante, una lectura interesante o a través de lo que descubrimos en el mundo digital. Las necesidades intelectuales y su satisfacción se incluyen en lo que podemos denominar la «naturaleza psíquica del ser humano», así como las necesidades emocionales y el hecho de observar la forma en que se educan tales carencias en los niños, a veces, me lleva a plantearme una pregunta retórica: «¿cómo van a educar espiritualmente a sus hijos si ni tan solo los educan emocional ni intelectualmente, dejándolo en manos del colegio que tampoco se ocupa de ello?». 

En la mayor parte de familias, admitámoslo, no se dedica atención a enseñar a los niños a reconocer, expresar y guiar sus respuestas emocionales, algo muy distinto a censurarlos cuando lloran o a obligarlos a expresar alegría cuando llega la visita de una prima que desagrada al pequeño. La educación emocional implica, de entrada, aprender a reconocer y aceptar cada respuesta emocional, a identificar aquello que la ha suscitado, a observar su recorrido orgánico y a poner la energía emocional al servicio de los objetivos positivos del individuo, en lugar de que se convierta en un constante entorpecedor vital. En realidad, la educación emocional no es absolutamente imprescindible para alcanzar una espiritualidad madura, pero ayuda en gran manera por razones que escapan al tema de este escrito.

Dicho lo anterior, podemos reconocer y aceptar que las necesidades espirituales del ser humano pertenecen a una categoría diferente a las de la naturaleza orgánica y psicológica. No obstante, no debemos complicarnos la existencia con conceptos de alta complejidad teórica ya que la necesidad espiritual comienza con algo tan simple como es la necesidad de pertenecer a un grupo, de tener un lugar en el mundo donde soy respetado y de reconocer que la vida que me ha sido otorgada tiene algún significado derivado de mi origen y de mi destino. Este significado no puede depender de uno mismo ni de las modas culturales del momento, sino que debe ser estable permanente al cual podamos recurrir en todas las condiciones y momentos de la vida. Cuando un niño carece de tal armazón espiritual porque hay un vacío en la sociedad que lo recibe, como es el caso del Occidente actual, al llegar a la adolescencia o a la primera juventud el joven fantasea un sentido para su existencia, o lo copia de su grupo de iguales, los peer groups, para satisfacer la angustiante carencia de sentido de su vida. La mayor parte de comportamientos compulsivos, entre los que cabe incluir las adicciones, surgen como respuesta para tapar la angustia generada por una existencia sin sentido. Como se suele decir, quien no tiene un origen lo inventa.

La educación espiritual de los niños, pues, apunta a una realidad que está más allá de la vida terrenal misma, que abarca nuestra existencia antes del nacimiento y después de la muerte corporal. Repito, la necesidad espiritual de pertenecer, de que mi vida tenga un sentido que trascienda la caducidad del cuerpo material, no puede ser algo personal que dependa de cada individuo ya que, por supuesto, la vida individual no tiene ni puede tener sentido permanente aislándola de algo más grande, sea que lo concibamos como una divinidad, como la energía primigenia creadora del Big Bang, o sea la cadena del ADN. 

IV.

Aquí reside otra divergencia entre las necesidades espirituales y las psicológicas. Las necesidades psíquicas son estrictamente personales, provienen de los sentimientos y deseos del individuo, de su necesidad de expresarse y de recibir la atención de otros, todo lo cual, repito, constituye el conjunto de necesidades psicológicas humanas. Y la satisfacción de tales necesidades puede  —y suele— generar conflictos con las necesidades psíquicas de otras personas. Solo hay que observar la guerra civil que encubren la mayoría de hogares hasta que no se establecen acuerdos para ordenar la satisfacción de tales deseos o necesidades de cada miembro del conjunto familiar. A menudo, al tratar de satisfacer las propias necesidades psicológicas se ignoran las necesidades tanto físicas como psicológicas de otros, siendo una permanente fuente de problemas. 

En cambio, tal conflicto de intereses no se da cuando se trata de las necesidades espirituales. El anhelo espiritual no genera confrontaciones porque comienza con la necesidad de pertenecer, de tener un lugar entre otros, de sentir que no vivimos aislados en el mundo, de percibir que existe algo más allá de nuestra psique egoica que no nos es ajeno, algo que, a la vez, está fuera y dentro de nosotros mismos, que nos une. El tipo o calidad que caracteriza la necesidad espiritual no puede ser satisfecha más que en relación a una totalidad mayor que el mero individuo, en relación a una realidad que se percibe como «más que uno mismo y a la que pertenezco». 

El anhelo espiritual básico de que «la vida tenga un sentido trascendente» también habla de la necesidad personal de ocupar un lugar en algo más grande, no para engrandecer el ego, sino para sentir la fusión consciente, y ese es justamente el comienzo del desarrollo espiritual del niño. A la vez que la necesidad de descubrir y cultivar el sentido de la propia existencia, se presenta otro anhelo: el de comprender, hasta donde cada persona es capaz, el por qué y para qué estamos en este mundo   —el origen y el destino personal—, el por qué y para qué el mundo es como es.

La persona, al madurar, suele sentir la necesidad espiritual de saber por qué «debe» o «no debe» hacer esto o aquello, interrogante que puede llegar a dominar todo el espacio mental del sujeto, incluso a angustiarlo si no halla respuestas convincentes. 

En el periodo que va de los siete a los diez años de edad se despierta en el niño el sentido moral del deber, siente una pulsión interior que le señala un cierto deber de vivir de un modo y no de otro. Cuando llega el día en que surge este interrogante, estamos claramente ante una de las necesidades espirituales del niño. Tales preguntas, «para qué», «por qué» y «por qué no debo» están relacionadas con aquello en lo que los niños necesitan confiar, en lo que pueden creer, en algo que tenga sentido y sea un punto de referencia estable para ellos. Si no es así, la misma idea de «deber» se confunde con otras actividades psicológicas, con las emociones, tal vez con una dolorosa sensación de culpa o con la búsqueda de premio o temor al castigo a causa de sus actos.

En esta etapa de la vida, como puso de manifiesto J. Piaget con sus investigaciones, el niño busca entender y experimentar la moralidad de forma espiritual, de adentro hacia afuera, no como aceptación pasiva de normas morales caídas desde el cielo, de fuera hacia dentro. La educación espiritual que reciben nuestros hijos e hijas  —o la ausencia de ella en la mayoría de familias— más tarde se manifiesta a través de sus actitudes, del respeto por las reglas o bien por la rebeldía y la aceptación de las normas solo si le convienen. Se expresa a través de una primera e infantil idea de justicia. Como expuso J. Piaget, para entender la moralidad infantil no solo es necesario profundizar en el contenido de lo que dicen los niños, sino que hay que estudiar sus conductas.

Cuando los niños llegan a la etapa del «realismo moral», entre los 7 y los 10 años —técnicamente, etapa heterónoma—, suelen considerar que las normas son creadas por poderosas figuras de autoridad que proyectan en sus padres, en la policía o en Dios. Piensan que las normas son sagradas e inalterables, abordando toda valoración moral desde una perspectiva dicotómica de bien o mal, y creen en una justicia inminente, es decir, que cualquier mal acto será castigado. 

Más adelante, entre los 9 y los 12 años, los niños desarrollan la capacidad para realizar operaciones mentales con los objetos que tienen delante. Es en este periodo de la vida cuando aparece la consciencia de que las normas son el resultado de acuerdos entre los jugadores, naciendo en ellos sentimientos de carácter moral tales como la honestidad y la fidelidad, que derivan en actitudes que conducen a respetar los acuerdos, o no.

A partir de las inquietudes que surgen de forma natural en esta edad  —quién soy, por qué, qué debo hacer y qué no, para qué…— comienza a brotar la necesidad espiritual del contacto con una realidad mayor, más elevada. El ser humano, siempre y en todas las regiones de la Tierra, ha reconocido la existencia de una realidad superior y misteriosa, y de la necesidad de contactar con Ello derivan una serie de obligaciones morales o tabúes que pueden entrar en conflicto con los impulsos psicológicos y hasta corporales: ayunar, mantener la castidad, contener impulsos destructivos, soportar situaciones dolorosas o desagradables, o cultivar el temple y la valentía. 

El desarrollo y la educación de las necesidades infantiles puede ser conductualmente entrenado y condicionado, como se pretende en la actualidad, pero ello no ofrece satisfacción a la necesidad interior del ser humano. En absoluto son métodos pedagógicos aplicables a la educación espiritual. 

En esta época de la vida  —pubertad y adolescencia— empezamos a tomar consciencia de que necesitamos una confirmación admisible de que lo que hacemos tiene significado, de que hay razones convincentes por las que debemos vivir de ese modo y no de otro. La necesidad de esta confirmación, que va adquiriendo peso a medida que maduramos, solo puede provenir de las experiencias místicas o numinosas, de lo transpersonal, de la fusión con lo inefable que requiere de una previa disolución del ego más o menos drástica. 

Cuando la combinación de «necesidad» y de «obligación moral» se hace presente en la vida de un individuo solemos decir que tiene un verdadero sentido espiritual. Es entonces cuando el sujeto comienza a sentir en su interior el convencimiento de que existe una respuesta permanente a las grandes preguntas que se plantea el ser humano: por qué, para qué, de dónde venimos y dónde vamos tras la muerte, qué sentido tiene el dolor. Es entonces cuando comenzamos a comprender el significado de frases como las que siguen, de expresiones que solo pueden referirse a la realidad espiritual que existe más allá del alcance de los sentidos y aún más allá de la comprensión de nuestra mente analítica.

Ver un Mundo en un Grano de Arena 

y un Cielo en una Flor Silvestre, 

tener el Infinito en la palma de la mano, 

y la Eternidad en una hora. 

Un Petirrojo enjaulado 

pone furiosos a los Cielos,

Un Palomar henchido de palomas y pichones 

hace temblar de horror al Averno.

William Blake, Augurios de Inocencia
(ver CAZAMIAN, 1984, pág. 139)

V.

Las necesidades espirituales no deben entenderse como carencias que experimenta una parte de mí en tanto que individuo, sino que son las necesidades relacionadas y que me relacionan con la totalidad de mí mismo, con la esencia atemporal que albergo como ser humano. Esta esencia, psique profunda o alma que se expresará a lo largo de la vida futura del niño está condicionada —o determinada— por la carga genética que hereda el bebé, por las condiciones psicológicas de los progenitores en el momento de la concepción, y también por su herencia espiritual. 

Con ello me estoy refiriendo propiamente a las necesidades de la dimensión espiritual del ser humano, a las carencias del «Yo profundo» o Ser, a las del núcleo esencial transpersonal que se nutre de los llamados «sentidos internos» (sentido de la adecuación temporal o kairós, de la armonía, sentido común, sensibilidad creativa, sentido del amor impersonal, sentido moral estructural o natural, intuición y otros) y que constituye lo más cardinal de uno mismo. La dimensión espiritual es el ser interno. Se trata de una realidad mucho más verdadera y permanente que el aparato psíquico que genera y alberga los pensamientos y los sentimientos y que registra y clasifica las sensaciones, al que solemos denominar «ego». Cada sociedad ha hablado de ello y ha desarrollado una filosofía para fijarlo en conceptos y unas técnicas que permiten satisfacer ordenadamente las carencias espirituales (HUXLEY, 2002 y 2010), textos que en el mundo cristiano se conocen como Filokalia o amor a lo bello (ver FILOCALIA, 2019). 

Numerosas tradiciones afirman que en el momento de la concepción de cada humano existen influencias prenatales que afectan el cuerpo y la psique del futuro bebé, algo que resulta evidente ya en los primeros meses de vida. La ciencia convencional ha estudiado: a) los factores biológicos que influyen en la concepción (edad de la madre, enfermedades, incompatibilidad sanguínea); b) los factores conductuales (estilo de vida, tipo de alimentación, consumo de alcohol o tabaco); y c) los factores psicológicos (estado emocional de la madre en el momento de la concepción, estrés, neurosis, traumas), pero no ha estudiado las influencias que podemos considerar espirituales.

Así, por ejemplo, se ha verificado que a partir de la semana 23 de gestación el oído del feto está desarrollado y puede manifestar agrado o rechazo por los sonidos que le llegan, puede reconocer la voz de la madre y hasta recuerda melodías sencillas que reconocerá tras el parto. Más allá de esta realidad sensorial y psicológica, hay investigadores occidentales que afirman que desde el momento mismo de la concepción el embrión mantiene un diálogo con la madre (VERNY & KELLY, 2009), una vía de comunicación intuitiva de carácter plenamente espiritual, y que el hecho de captar o no los mensajes del embrión depende de la sensibilidad materna. En este sentido, T. Verny se plantea dónde y cuándo experimentamos por primera vez los estados emocionales básicos: amor, rechazo, angustia y alegría. Su respuesta es que lo aprehendemos en el claustro materno, si bien, tales experiencias primordiales están determinadas por la dotación genética y por la herencia espiritual del embrión. Actualmente, cuando no se comprende el origen de una conducta o de una realidad psicológica suele atribuirse a la carga genética sin más, dejando así la respuesta en una incierta tierra medio desconocida donde aun queda mucho por investigar.  

Un ejemplo antropológico de la comunicación espiritual entre padres e hijos, lo voy a tomar del mundo aborigen australiano. Daisy Bates, irlandesa de nacimiento, fue la primera antropóloga que estudió los pueblos nativos de Australia con quienes convivió cerca de cuatro décadas, entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX. En numerosas comunidades aborígenes la denominaban kabbarli, abuela, como expresión de la proximidad y respeto que sentían hacia ella (BATES, 2018).

En el mundo tradicional de los nativos australianos que pudo conocer D. Bates, se tenía la absoluta convicción de que la paternidad se debe más al mundo originario de los sueños que al acto sexual entre el padre y la madre. Para aquellos pueblos milenarios, el sueño es lo que determina la futura paternidad no el esperma, hasta el punto de que ningún aborigen australiano reconocía la paternidad si no encontraba a su futuro hijo a través de sus sueños. D. Bartes describe en su obra numerosos ejemplos etnográficos de la relación entre la paternidad espiritual y la biológica. En uno de ellos, explica el caso de un esposo que a pesar de haber estado separado de su esposa cinco años, aceptó un hijo nacido poco después del reencuentro porque había aparecido en sus sueños, sin tener en cuenta el tiempo ordinario de embarazo transcurrido entre la relación entre ambos y el nacimiento.

Cuando décadas más tarde el arqueólogo alemán Andreas Lommel estuvo realizando estudios culturales entre los mismos indígenas del noroeste australiano  —en la década de los años 1930-40 como parte de la Expedición Frobenius—  observó que el impacto de la cultura occidental entre los aborígenes de la División Kimberly que habían tenido más contacto con los blancos, se notaba especialmente en el hecho de que, a diferencia de sus antepasados, habían perdido la facultad para soñar con la realidad espiritual y esencial o arquetípica, de soñar con sus futuros hijos, talento del que solo guardaban el recuerdo (LOMMEL, 1988). Lo habían perdido porque sus cuerpos ya no eran tan sensitivos ni estaban tan alerta, incluso durante el descanso, como sucedía antes. Mente abierta y cuerpo en reposo, ésta, decían, era la manera en que el mundo de los sueños podía entrar en el corazón del hombre, de ahí viajar a su mente y de ahí a la consciencia. Al comenzar a vivir con estrés y abandonar su vida silenciosa y pausada en los bosques donde practicaban sus ancestrales ceremonias sagradas, dedicando todo el tiempo necesario a meditar y contemplar, se habían desconectado de su inconsciente profundo, de su dimensión espiritual. 

Para contextualizar mínimamente lo anterior, cabe apuntar que los aborígenes australianos consideran que existen dos calidades o naturalezas de tiempo que existen en universos paralelos. Uno es el tiempo diario, el que rige las actividades cotidianas, el cuantitativo. El otro es el tiempo mítico, es el Tiempo del Ensueño, Época del Sueño o Altjeringa, un tiempo más real que la realidad fenomenológica en que vivimos, ya que lo que sucede en el Tiempo del Sueño instaura los valores, los símbolos y las leyes de su sociedad. Es un mítico tiempo sin tiempo en el que los seres totémicos espirituales primigenios moldearon la Creación del mundo. En la Australia indígena, se considera que algunas personas con especiales dotes espirituales están en contacto con este tiempo primordial. De ahí que el hecho de soñar, el «Soñar» como sustantivo, es usado para referirse a la espiritualidad de una persona o de un grupo, a su esencia. Así, por ejemplo, un indígena australiano puede afirmar que su clan tiene «Soñar de canguro» o «Soñar de hormiga de miel», o cualquier combinación de Soñar pertinente a su territorio y a los habitantes que hay en él. También se refieren al acto y al tiempo de crear como «El Soñar», tiempo mítico que se manifiesta a través de los sueños, el tiempo de la creación del mundo desde el que un bebé se manifiesta a su padre, a través de sus sueños, siendo considerado como la prueba indiscutible de su futura relación parental. Sin duda, se trata de la forma que adopta entre los aborígenes australianos la oniromancia y la cognición de los contenidos arquetípicos profundos, equivalente a lo que entre los shuar amazónicos se denominan «Grandes sueños» (FERICGLA, 2016).

Tales tradiciones pueden parecer meras supersticiones exóticas a una persona con una mente analítica dominante, a un individuo sometido al Espíritu de los Tiempos como lo denominó C.G. Jung, pero más allá de las formas externas locales, se trata de prácticas registradas en casi todas las sociedades estudiadas por la antropología. Se reconoce y se educa la dimensión espiritual de los niños ya desde antes de su nacimiento. Los progenitores reconocen la existencia de fuerzas superiores a las humanas que determinan la existencia del niño, sean los astros —y se guían por las ciencias de la astrología para escoger el nombre del bebé, para predecir aspectos de su futuro y demás, como en la cultura tradicional hindú o de las tradiciones chinas—, sea la acción de una divinidad  —el caso de los musulmanes—  o bien con el convencimiento de que es el propio espíritu del futuro niño o niña el que, desde la dimensión Inefable, decide encarnarse y escoge la madre dándole un tiempo para que escoja un hombre que será su padre —como se afirma entre los sufíes.

VI.

Supongamos la hipótesis de que un niño haya sufrido disturbios prenatales quede privado de reconocer sus necesidades espirituales y entre en la vida con ciertas deficiencias que solo un cuidado especial podrá ayudar a superar. En este sentido, el problema de las carencias espirituales puede incluso aparecer antes de que el niño nazca. Se puede aprender mucho al respecto observando a los recién nacidos. Para cualquiera que haya tenido hijos o haya estado cerca de bebés, resulta obvio que no nacemos como una tabula rasa, como una hoja de papel en blanco donde todo está por escribir, sino que cada recién nacido ya entra en la vida con una manera individual de ser que luego se irá desplegando con más o menos fluidez según el entorno en el que se desarrolle, y aquí tiene mucho que aportar la psicología transpersonal.

En este sentido, podemos identificar la existencia del factor espiritual de la naturaleza humana por medio de la observación de los gestos y sonidos que emite un recién nacido. Muchos de estos gestos y sonidos pueden adjudicarse a reflejos orgánicos, pero hay otros que indican o, como mínimo, sugieren la existencia de una consciencia espiritual superior.

En los primeros meses de vida hay muy poca consciencia y automatismos que puedan ser atribuidos a las percepciones sensoriales del bebé o a rutinas aprendidas. La psique tiene poco o ningún contenido en forma de recuerdos inmediatos o de hábitos adquiridos. Como argumenta J.G. Bennett, uno puede no admitir que existen evidencias de la naturaleza espiritual de los niños ya desde el nacimiento, aunque aceptará que el recién nacido comienza a estar bajo las influencias del contexto —personas, estímulos y cosas—  y que, por tanto, a partir del nacimiento el bebé comienza a mostrar tanto sus necesidades orgánicas como psicológicas. Esta enculturación a la que se somete al niño desde el momento mismo de su nacimiento tiende a oscurecer las necesidades más sutiles, las espirituales, y el niño comienza a perder esa calidad del otro mundo tan conmovedora y misteriosa para todo aquel que es sensible a su presencia. 

Voy a narrar como ejemplo empírico el caso del primer encuentro entre mi hija mediana y la pequeña. Cuando nació la pequeña, de mutuo acuerdo con la madre decidimos mantener una estricta cuarentena para proteger su sensibilidad espiritual. Nada de visitas, ruidos y menos aun de toqueteos, pellizcos en las mejillas y otras habituales faltas de respeto hacia el cuerpo de los bebés, a menudo convertidos en juguetes para diversión de los adultos. Un par de semanas después del nacimiento, mi hija mediana, entonces de siete años y que reside con su madre lejos de nuestro hogar, insistió en que quería conocer a su hermanita. Varias llamadas para pedirlo con obstinación fueron suficiente para que mi esposa y yo aceptáramos que viniera a conocer a la hermana recién nacida. Fijamos el día, la fui a recoger al aeropuerto y de camino a casa le di instrucciones de lo que debía y no debía hacer en presencia de su hermanita. Sobretodo silencio. Al llegar a casa, entramos de puntillas al dormitorio donde estaba la recién nacida, en aquel momento despierta y lactando del seno materno. También estaba en la estancia la discreta madrina de la bebé, a quien, y como única excepción, permitíamos entrar.

Mi hija mediana y yo entramos sigilosos en la habitación donde la pequeña estaba de espaldas a la puerta y, sin que hubiera otro motivo, tras atravesar nosotros la puerta, la bebé giró la cabeza en un gesto limpio y decidido como no había hecho hasta el momento —tenía 20 días de vida— y se quedó mirando fijamente a su hermana, que hizo lo mismo. Los tres adultos sentimos que estaba sucediendo algo extraordinario. Súbitamente el aire pareció tener mayor densidad, el tiempo se detuvo, el vello de mis brazos se erizó, sentí ganas de llorar y otro tanto sucedió a la madrina de la pequeña. Tuve la clara sensación de que, por así decir, habíamos penetrado en otro nivel de realidad. Pasado un inacabable rato durante el que las dos niñas estuvieron inmóviles y silenciosas mirándose fijamente a los ojos, la pequeña giró la cabeza y siguió chupando el seno materno. Trastornado y confuso, salí de la habitación acompañado de la hija mediana y unos pasos más allá, por no saber qué decir ni qué pensar, le pregunté escuetamente: «¿Qué ha pasado?», a lo que ella me respondió con total normalidad: «Nada papi, es que ya nos conocíamos». Si estas palabras solo hubieran salido de mi hija mediana, probablemente yo hubiera concluido que eran resultado de sus deseos de tener una hermana, pero la inusual y firme actitud de la pequeña no dejaba lugar a dudas. A los veinte días de vida, la bebé no hubiera podía reconocer a su hermana de siete años ni aun habiendo una convivencia familiar regular.

VII.

A medida que el cuerpo crece otro tanto sucede con la psique, siendo posible observar en los niños el continuo despertar de una capacidad psicológica tras otra. Al principio, se despliegan conductas propias de la dimensión instintiva del niño. Más tarde, aparecen las reacciones emocionales, los deseos y los sentimientos, la necesidad de lazos de pertenencia y es así como se van desplegando las facultades del ser humano hasta cristalizar en la capacidad para crear, imaginar y pensar. Con la llegada de la pubertad, las funciones psicológicas ya suelen estar en completa actividad. 

El desarrollo psicológico —las capacidades y los contenidos—, se nutre fundamentalmente a través de lo que llega al niño desde fuera. Es decir, su naturaleza esencial va tomando forma a partir de lo que recibe: por una parte, la herencia orgánica; por otra parte, lo que deriva de las condiciones en el momento de la concepción y de todo el embarazo; y, finalmente, lo que el niño recibe de otras fuentes de las que no tenemos conocimiento. 

Los padres y adultos que atienden al recién nacido se ocupan de sus necesidades orgánicas —alimentar, bañar y cuidar ese pequeño cuerpo—, también tratan de satisfacer sus necesidades psicológicas, quizás enseñando, estimulando y alentando el desarrollo de su naturaleza psíquica, frecuentemente sobrealimentándola. Desean que el niño o la niña se desarrolle bien y pronto. Por ello, se centran en su evolución psico-corporal, a la vez que no prestan atención a su mundo interno, a la realidad espiritual con la que todavía está en contacto. Así, por ejemplo, casi todos los adultos dirigen a los niños y púberes preguntas sobre su realidad externa (¿Qué has hecho con la abuelita? ¿Quieres un helado?) pero casi nunca referidas a su mundo interno (¿Cómo te sientes?). 

VIII.

Tras todo ello, formulemos de nuevo la pregunta planteada al inicio de este texto: ¿Qué carencias espirituales tiene y qué puede satisfacerlas por la vía de educar al niño para que desarrolle su propio mundo espiritual? Indudablemente y en primer lugar, es la madre y luego la familia los elementos que deben ayudarlo. La vida familiar satisface o debería satisfacer la necesidad espiritual del niño durante bastante tiempo, como explica Mario Montessori, quien discute el hecho de que el bebé tenga anhelo espiritual en el sentido de los adultos, pero no cuestiona que tenga una espiritualidad intensa, aunque no sea consciente de ello (MONTESSORI, 1994: 63-76).

Hay un periodo en la vida infantil en el que casi todas sus necesidades espirituales pueden ser satisfechas por el contexto familiar, pero tan solo si ese contexto se ocupa realmente de las necesidades espirituales y no exagera la importancia de las carencias psicológicas u orgánicas. Cuando sucede esto último, el niño suele crecer con un anhelo psicológico desmesurado, focaliza sus intereses en satisfacer los impulsos psicológicos a menudo confundiéndolos con las carencias espirituales que quedarán arrinconadas.

En este escenario educativo, habitual en la vida actual del occidental medio, resulta que las necesidades psicológicas comienzan a adoptar actitudes avasalladoras. Los deseos corporales y emocionales, los impulsos instintivos y hasta los caprichos deben ser satisfechos en el momento o se pueden convertir en fuente de angustia y hasta de violencia. Para algunas personas, la necesidad psicológica consiste en atraer compulsivamente la atención de los demás, para otras en que los demás aprecien lo que uno hace, para otras adopta la forma de un deseo imperioso de expresarse, de autoafirmarse a través del dinero, de vestir a la última moda o de disponer del modelo de dispositivo electrónico que acaba de salir al mercado.

Con el paso natural del tiempo, se van desvelando otras pulsiones naturales en el niño, en especial la sexualidad cuando llega a la pubertad. El abrupto despertar de los intensos impulsos sexuales abre un nuevo camino y una nueva dimensión para satisfacer las necesidades psicológicas del individuo.

Llegados aquí, si no existe cierta educación y seguridad espiritual, si no existe un mínimo equilibrio y armonía entre las diversas dimensiones del individuo, si no hay nada que actúe de contrapeso a tales anhelos psíquicos hipertrofiados, encontramos una situación demasiado habitual en nuestro tiempo que se sintetiza en algunas preguntas: «¿Y por qué no debo?», «¿Qué tiene de malo hacer esto o lo otro?». Los intentos de responder a estas preguntas, ya sea sobre una base orgánica o psicológica, nunca resultan convincentes. A menudo, no es necesario gastar tiempo y buscar argumentos para responder sabiendo que no se conseguirá nada por falta de la materia prima: la sensibilidad espiritual. Son respuestas que incluso suelen sonar a falsas al niño o al adolescente que no ha tenido un despertar de la consciencia y una mínima educación espiritual. 

La consciencia espiritual permite encontrar la respuesta por uno mismo, o hace que la respuesta y hasta la pregunta misma sean innecesarias. No se puede responder a preguntas acerca de lo que se debe o de lo que no se debe hacer en términos conductistas referidos a las consecuencias que va a comportar tal o cual conducta: «No debes hacer esto porque, si lo haces, te pasará aquello y lo de más allá que no quieres que te pase». No es correcto ni para el niño ni para adolescente. El término «deber» aquí podría dejarse perfectamente de lado y anunciarlo así: «Si haces esto, tendrás tal premio. Si haces aquello, recibirás tal castigo», la filosofía de la zanahoria y el palo, tan nefasta para desarrollar el sentido de la responsabilidad, la creatividad y la individualidad madura. El concepto del «deber» deja de tener un lugar digno en la conversación tan pronto como va acompañada de la idea de castigo o de recompensa. El contenido espiritual del deber ha quedado fuera. El sentido del deber tiene su origen más allá del pequeño «yo», tiene un contenido y una carga moral, no existiendo un fundamento psicológico para la moral. Más allá de la familia, no existe ninguna sociedad que disponga de un verdadero contexto para educar espiritualmente la niñez. Si así fuera, podríamos pensar en la posibilidad de que la transición de la niñez  —con la familia como único contexto espiritual y psicológico— a la adolescencia —época en que la sociedad comienza a conformar el contexto— pudiera transitarse suavemente.

IX.

Resumiendo lo anterior. La carencia espiritual infantil podría satisfacerse, para comenzar, desarrollando un sereno y continuado sentido de pertenencia a la sociedad que lo recibe. Con tal sentido comunitario, los términos «debes» y «no debes», así como la profunda sensación de que «pertenezco» y de que «tengo un lugar en el mundo», constituirían una realidad que todos conocerían por experiencia, formando verdaderas comunidades vivenciales en las que casi no haría falta la comunicación. Como afirma acertadamente el filósofo Byung-Chul Han, actualmente hay mucha comunicación, pero no hay comunidades, lo que deriva en una sociedad de individuos a partir de la adolescencia dominados y a merced de la infocracia (BYUNG-CHUL, 2020 y 2022). 

En la actualidad, no solo la sociedad global en la que nace el niño y a la que se incorpora no es espiritual, sino que incluso raramente la familia actúa como contexto para la educación espiritual infantil. La familia se ha convertido, en el mejor de los casos, en un sistema humano con el interés puesto en lo psicológico, incluyendo el apego a las cosas materiales y solo referido a posesiones y bienes consumibles. O sea, a lo que llamamos el patrón cultural hiperconsumista, cuya cara psicológica es el narcisismo, la universal enfermedad de nuestro tiempo como refirió W. Reich y analizó A. Lowen en su conocida obra (LOWEN, 2014).

Todo ello, crea un complejo psíquico y social que en casi todo el mundo se denomina «vida familiar». No obstante, y desgraciadamente, debemos retroceder y reconocer que para los niños solo existe un verdadero medio espiritual en la realidad de antes de nacer. Tan pronto como han nacido, ya comienzan a quedar expuestos a un contexto orgánico, social y psicológico, no espiritual.

En primer lugar, reconocemos las necesidades orgánicas de nuestro cuerpo, necesidades propias de nuestra dimensión animal. En segundo lugar y en términos generales, existen las necesidades psicológicas que surgen de nuestro pensamiento, sentimientos e imaginario, objeto de lo que hoy se conoce genéricamente como «educación emocional», así como de las regiones más profundas de la psique, del inconsciente. En tercer lugar, algunos reconocemos otra realidad que para nosotros es igualmente clara: la dimensión espiritual, que forma parte de nuestra naturaleza y que relacionamos con el ser interno, con la voluntad, la libertad, la atención y la trascendencia, nuestros más preciados atributos como seres humanos. A esta dimensión solo podemos referirnos por medio de símbolos y metáforas que permiten expresar la realidad que está más allá de la realidad finita que puede conocer la mente analítica. Es deplorable, como mínimo, que nuestras sociedades globales hayan perdido la capacidad para expresarse mediante símbolos y alegorías, reduciendo «la realidad» —este concepto tan intrigante— a lo meramente cuantitativo y al alud de datos descontextualizados que nos invaden, generando confusión y pretendiendo ser un reflejo fiel de la totalidad, a pesar de estar lejos de tal exigencia.

Regresando a las propuestas iniciales ¿Cómo hacer para tejer hoy una educación espiritual útil para nuestros hijos? En una primera etapa habría que formarlos en el silencio, con amor y en la reverencia, ya he hablado extensamente de ello. En una segunda etapa, entrenarlos en la verdadera generosidad, la valentía y la contención, conceptos de una profunda resonancia.

Para acabar, reproduzco un entrañable cuento que, según tengo entendido, ayudó a un escritor húngaro a explicar la existencia de Dios.

Una futura mamá estaba embarazada de dos niños, dos hermanos que llevaba dentro de sí. Estando en el vientre materno, uno de los niños preguntó al otro:

—¿Crees en una vida después del parto?  -a lo que el otro respondió:

—Pues claro, ha de haber algo después del parto. Tal vez estamos aquí para prepararnos para lo que viene más tarde. 

—Tonterías -dijo el primero-. No hay vida después del parto. ¿Qué clase de vida imaginas que sería?   -a lo que el segundo, tras pensar un instante, respondió:

—Pues no lo sé, pero tal vez hay más luz que aquí. Tal vez podamos caminar con nuestras piernas y comer con nuestra boca. No sé, pero tal vez tengamos otros sentidos que no podemos entender ahora.

A lo que el primero de los niños respondió: 

—Esto que dices es una locura, es absurdo. No es posible caminar y ¿comer con la boca? ¡Es ridículo! El cordón umbilical nos proporciona nutrición y oxígeno y todo lo que necesitamos, y es muy corto, no se puede caminar con tan poco cordón. Nada de lo que dices tiene sentido, la vida después del parto está fuera de cuestión.

Tras escuchar, el segundo insistió. 

—Bueno, pues yo creo que hay algo y probablemente sea algo diferente a lo que hay aquí. Tal vez la gente ya no necesite este cordón para vivir.

El primero de los niños siguió rechazando las ideas del segundo.

—Tonterías y más tonterías. Además, si realmente hay vida después del parto, entonces ¿por qué nadie ha vuelto nunca de allí fuera? El parto es el fin de la vida y punto. Después del parto no hay más que oscuridad, silencio y olvido. No creas que el parto nos llevará a ninguna parte.

—Bueno, no sé…  -dijo el segundo-, pero seguro que encontraremos a mamá y ella cuidará de nosotros.  -a lo que el primer niño respondió iracundo: 

—¡Mamá! ¿de verdad crees en mamá? Es ridículo. Si mamá estuviera ahí, entonces, ¿dónde está ahora?

El segundo, tras pensar de nuevo, respondió con calma:

—Pues… creo que está a nuestro alrededor. Estamos envueltos por ella. O, tal vez, estamos dentro de ella y es gracias a ella que vivimos. Sin ella no habría este mundo y no podríamos existir.

Ante este comentario, el primero de los niños, para acabar la discusión, contestó: 

—Bueno, ya está bien. Yo no puedo verla, por lo tanto, es lógico y realista pensar que no existe.

A lo que el segundo aun añadió: 

—Pues ¿sabes? A veces, cuando estamos en silencio, si centro mi atención en lo que escucho puedo notar su presencia y oír su voz allí arriba. Inténtalo.


Bibliografía citada.

BATES, Daisy, 2018 (edición original de 1947, ed. John Murray), The Passing Of The Aborigines: A Lifetime Spent Among the Natives of Australia, IndoEuropeanPublishing.com, California, EEUU.

BATESON, Gregory, 1998, Pasos hacia una ecología de la mente, Lumen Argentina.

BENNETT, J.G., 1994, “Formulación del problema”, en La educación espiritual de los niños, págs. 15-36, Editorial Estaciones, Troquel, BsAs, Argentina.

BYUNG-CHUL, Han, 2020, La desaparición de los rituales: una topología del presente, Herder, Barcelona.

BYUNG-CHUL, Han, 2022, Infocracia, Taurus, España.

CAZAMIAN, M.L., 1984, William Blake, Júcar, Madrid.

DE ROSNY, Éric, 1998, Ojos que ven en la noche. Un jesuita iniciado en la tradición africana, Herder, Barcelona.

EASTMAN, Ch.A. (OHIYESA), 1991, La vida en los bosques. Recuerdos de infancia de un indio sioux, col. Hesperus 20, Olañeta editor, Palma de Mallorca.

FERICGLA, Josep Mª, 2016, Los jíbaros, cazadores de sueños. 20 años después, La Liebre de Marzo, Barcelona.

GALAN SANTAMARÍA, Enrique, 2020, “Psicoterapia junguiana en la vía de la individuación”, en Tres ensayos junguianos para psicoanalistas y psicoterapeutas de hoy, pág. 25-59, Sirena de los Vientos, Madrid. 

HUXLEY, Aldous, 2002 (original 1954), Las puertas de la percepción, Edhasa, Barcelona.

HUXLEY, Aldous, 2010 (original 1945), La filosofía perenne, Edhasa, Barcelona.

JUNG, Carl G., 2018, Escritos sobre espiritualidad y transcendencia, Trotta editorial, Madrid.

LOMMEL, Andreas y Katharina, 1988, Die Kunst des alten Australien, Prestel Publishing, Alemania.

LOWEN, Alexander, 2014, El narcisismo. La enfermedad de nuestro tiempo, Paidós ibérica, Barcelona. 

MALIDOMA, Somé, 2018, De agua y espíritu, Ediciones La Llave, Barcelona. 

MASLOW, Abraham, 2013, Religiones, valores y experiencias cumbre, Ediciones La Llave, Barcelona

MONTESSORI, Mario, 1994, “La Dra. María Montessori y el niño”, en La educación espiritual de los niños, págs. 61-84, Editorial Estaciones, Troquel, BsAs, Argentina.

TEMPEST, Kae, 2021, Connectar, editorial Més Llibres, Barcelona.

PIAGET, Jean, 2012, La equilibración de las estructuras cognitivas, Siglo XXI, Madrid.

VERNY, Thomas, KELLY, John, 2009, La vida secreta del niño antes de nacer, Urano, Barcelona.

VV.AA., 2019, La filocalia de la oración de Jesús, Ediciones Sígueme, Salamanca.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *